Me presento: mi nombre es… Aunque… ¿acaso importa? No lo creo. Sólo soy un ser humano. Igual a ti. Con mis defectos y virtudes. Que nació en un pedazo de tierra. Que fue criado por su madre y padre. Que, igual que tú, también se formó en medio de una familia con hermanos, hermanas, tíos, tías, abuelos y abuelas. Igual que tú, teníamos tradiciones y costumbres. Celebrábamos los momentos felices y los aniversarios; o llorábamos y hacíamos duelo en los momentos trágicos y tristes.
Igual que a ti, me enseñaron desde pequeño que, por haber nacido en ese pedazo de tierra, debía profesar mi amor y respeto hacia la nación en la que nací. Igual que a ti, me fue designado un futuro y una educación, basándose en la cultura e identidad que este país había desarrollado durante los años de su existencia. También me inculcaron una religión que profesar y un rol en la sociedad, basándose en mi género.
Y crecí en ese ambiente. Me imbuí en mi cultura, mi tierra, mi país, mi gente y mis tradiciones. Era feliz. Tenía sueños y metas. Quería perpetuar esas tradiciones en la prole que algún día tendría. Quería acunar en mis brazos a mis hijos e hijas y, con el mismo cariño y amor que mis padres, transmitirles esas mismas tradiciones que me fueron heredadas a través de siglos de generaciones. Me sentía orgulloso de dónde había nacido y de lo que era.
Pero al llegar a la adolescencia descubrí que había otros países que tenían sus propias culturas e identidades. Al principio, no me importó. Eran algo lejano y ajeno para mí. Hasta podría decir que eran producto de alguna fantasía, ya que mi tierra está lejos de la capital de mi nación. Por ello, incluso la capital y el modo en que ahí vivían nuestros coterráneos, también eran motivos de fantasías desbocadas tanto para mí como para aquellos que conmigo crecían. Nos tenía sin cuidado… Éramos felices y estábamos bien…
Todo cambió en un simple segundo. Un día cualquiera, mientras me preparaba para ir a otra lección de cómo debía ser mi adolescencia y lo que debía saber y aplicar cuando creciera, un ruido atronador y una serie de explosiones acabaron con mis expectativas. A mí no me pasó nada. Pero toda mi familia murió en un ataque aéreo. No sé, ni me importa quién y por qué atacó. Tan solo me importan esas manchas rojas y amorfas, regadas en pedazos por una cuadra a la redonda, estampadas en las paredes… Lo que quedaba de mi familia y amigos…
Horas después, me enteraba de que había comenzado la guerra. Que nuestro estilo de vida no complacía a nuestros vecinos. Que nuestra religión no era compatible con la suya… Que nuestra mera existencia era una afrenta para ellos… Que nuestros recursos eran muy apetecidos por ellos… Y nuestras casas, por estar cerca de la frontera, fueron las primeras en ser atacadas…
Esto fue ya hace algunos años… En esos años tuve que olvidar lo que me enseñaron de respeto y tradiciones. Tuve que olvidar lo que es el amor y abrazar el miedo. Las heridas que sufrí, me dejan sin posibilidad de cumplir mi sueño de tener una familia y transmitir la cultura milenaria que me fue transmitida…
Tan sólo me queda el odio… Tan sólo me queda la venganza… Tan sólo me queda el horror y la sangre… El ruido de las explosiones, armas automáticas y alaridos afónicos en crescendo de los heridos de muerte y destrozados en pedazos… El ruido de los motores de propulsión, los tanques y cañones reemplazaron el canto de los pájaros. Tan solo queda muerte y destrucción.
Durante estos años, a la fuerza, nuestros vecinos han intentado que mi pueblo cambie o desaparezca. Que yo cambie. Que renunciemos a nuestra tierra. Que renunciemos a nuestras creencias. Que renunciemos a nuestras tradiciones. Que renunciemos a lo que somos y simplemente nos entreguemos a nuestros vecinos. Y, en el mejor de los escenarios, que simplemente desaparezcamos de la faz del planeta para que ellos puedan apropiarse de lo que somos y lo que tenemos.
Hemos resistido. Hemos luchado. Y hemos perdido… No tenemos la tecnología. No tenemos las armas de destrucción. No tenemos una fuerte élite de soldadesca entrenada para asesinar sin miramientos a mujeres, viejos y niños. Tan sólo tenemos fe, cultura y tradiciones. Tal vez por eso es que estamos condenados a la desaparición. La maldad, por lo visto, tiene mayor fuerza en los hombres que la bondad y el sano juicio.
Escribo esto antes de nuestra batalla final. Lo escribo porque es la única forma que conozco de dejar un testimonio de nuestra cultura que fue eliminada por otros bajo falsos pretextos para hacerse con nuestros recursos. Tan sólo espero que este pedazo de papel llegue a alguien que pueda dar fe de que existimos. Que teníamos cultura. Que teníamos tradiciones. Y que vivíamos en una tierra rica, deseada por alguien más poderoso que nosotros.
Si el Creador es benevolente y este testimonio llega a sobrevivir, lo único que pido al que lo rescate es que tú, que lees estas líneas, respondas ¿qué harías en mi lugar? ¿Qué sentirías? ¿Qué dirías? ¿Cómo reaccionarías? ¿Pelearías por lo que es tuyo o te dejarías domar?
Ya casi es hora…