La primera sesión
—...En ese momento todo comenzó. — Ahora, después de que el alcohol comenzó a hacer efecto en mí y las ideas e imágenes encuentran la manera de esquivar las formas terroríficas o convertirlas en sombras sin significado, me encuentro más calmado. Tú te sientes de la misma manera. Aunque tu preocupación no ha disminuido, por lo menos ha sido empañada y aturdida por el vaho del licor. Ya hemos consumido más de una botella de vodka y sin embargo hasta ahora comenzamos a sentir los efectos. Me encantaría perder el sentido, emborracharme hasta disiparme totalmente y dejar que mi subconsciente tomara el cargo. Y, aunque lo intento, no puedo. El mesero no nos quita el ojo de encima, después de la pequeña escena, y le estoy agradecido de cierta manera.
— Fuimos estúpidos. — Afirmas con cierta tristeza, pero no estoy de acuerdo. ¿Cómo demonios debíamos suponer que esa visita desencadenaría una monstruosa batalla?
— No. — No estoy dispuesto a permitir que tu dolor empañe la verdad. — Tú sabes que no es verdad. No había manera que nosotros supiésemos. No la había.
Ahora callas y, levantando la cabeza, tratas de descifrar el color del techo, oculto entre las sombras y nubes de humo de cigarrillos. Intentas tranquilizarte y con razón. Si comenzó de nuevo, el único culpable eres tú. Estoy más tranquilo, ya no padezco del terror asfixiante que me sorprendió cuando nos reunimos, quiero que también te calmes. Necesitas hacerlo para planear las cosas, como lo hacíamos cuando éramos chicos. Me levanto para estirar las piernas y por primera vez me doy cuenta que no estamos solos en el pequeño bar. Hay dos o tres parejas sentadas en las mesas más ocultas del sitio, y un grupo de muchachos en la mesa del centro bebiendo, gritando, riendo y divirtiéndose. Entonces, recuerdo con dolor y demasiada claridad, excesiva para una persona con tragos, que éste fue el sitio, el lugar donde comenzó el principio del final de nuestra amistad y ¿por qué no? También de nuestras vidas. Era el lugar favorito para reunirnos para festejar y bailar un poco. Y en ese momento me parece ver, como si fuesen fantasmas, a cinco muchachos entre veinte y veintidós años, sentados en la mesa de atrás, la más oscura y oculta para las vistas de los demás visitantes, con una garrafa de aguardiente, medio borrachos y tan asustadas, que no es posible describirlo. La visión pasa y tan sólo está la mesa desocupada. Me acerco a ella, seguido por la inquisidora mirada del mesero, y la observo. Me digo que es una estupidez, después de veinte años no puede estar ahí. No debe estarlo, la mesa ya era vieja en ese tiempo, debió destruirse hace muchos años. Sin embargo, a medida que me acerco, cada vez más y más se asemeja a la vieja mesa que recibió la consagración de nuestras firmas en un pacto de seguir adelante y así, firmando la sentencia de nuestras vidas. Es un golpe crudo y miro, a punto de sufrir una apoplejía, las cinco iniciales talladas con la navaja de Miguel, en el centro.
El corazón late desesperado en mi pecho, tratando de salir a cualquier costo. Las piernas están a punto de renunciar sostenerme. La sangre abandona mi rostro y me siento desfallecer, pero aun me encuentro de pie.
¿Por qué?
¿Por qué?
Si debía encontrarme en el piso, con gente preocupada a mí alrededor, tratando de socorrerme. Empero, me encuentro firmemente parado, con los zapatos inmutablemente clavados en el piso, y sin que ningún temblor del más pequeño músculo de mi cuerpo delate mi estado de ánimo. Y lo entiendo...
Ha empezado…
La debilidad no tiene espacio en mi mente, que ahora comenzó a ser preparada de nuevo para convertirse en el campo de batalla, como lo fue una vez. Regreso a la mesa con paso firme y te encuentro acabando la segunda botella de vodka. Con decisión, te quito la bebida de las manos y pido al mesero que retire todo alcohol y traiga dos cafés negros y sin azúcar. Me miras y por tus ojos veo que comprendes lo que me sucede. También lo sientes, ha comenzado.
— ¿Qué fue lo que pasó a continuación? — Pregunto. Sé la respuesta, sé lo que ocurrió la primera vez que fuimos, pero quiero que también recuerdes.
— El psicólogo nos atendió. — La ironía que restriegas en la palabra “psicólogo”, me revuelve el corazón.
El famoso psicólogo.
El genio maligno que abrió las puertas del conocimiento que debió permanecer oculto para nosotros durante toda la eternidad.
— Espera un momento. — Una duda asalta mi cabeza y es tan inmensa y reveladora a la vez que parece eclipsarse por un momento. — ¿Cómo demonios tu hermano fue contigo? Si nosotros somos los únicos que podemos entrar y salir. ¿Cómo tu hermano se involucró?
Suspiras y no dices nada. De nuevo te dedicas a reconocer el techo y te doy el tiempo necesario para ello. Si es preciso, estaremos aquí toda la noche. Ya no existe el afán. El reloj se detuvo para nosotros, al menos desde el momento en que todo comenzó de nuevo. Sabía lo que pasaría a continuación: el mundo, la vida, las personas, los paisajes se desdibujarían para nosotros cada vez más y más, perderían color e importancia a medida que la batalla se acercaba. Una vez más asumíamos nuestro papel de guardianes.
— Él todavía está vivo.
— ¿Tu hermano? — La frase me sorprende y no entiendo a quién te refieres.
— El psicólogo.
— ¡No puede ser! — Exclamo. — Cuando lo conocimos, tenía al menos ochenta años.
— Pero lo está. — Hablas distraídamente, con los ojos cerrados, como acostumbrabas hacerlo hace veinte años. — Y lo curioso es que no ha envejecido un ápice. Sigue estando tal y como lo vimos por última vez.
Estoy mudo. No sé que decir ni que sentimiento expresar. No estoy sorprendido. De alguna manera sabía que él no envejecería ni moriría, pero más que una afirmación era un presentimiento.
— Además, vive en la misma dirección. La casa se encuentra en el mismo estado y los mismos adornos, cuadros, plantas y hasta goteras. Es increíble. Revisé en las Páginas Blancas y es lo único que cambió: ahora su dirección no aparece. Al principio no creí que ejerciese más la profesión. Pensé que estaría retirado y fui con Jorge a visitarlo no más. Pero ahí estaba, parecía esperarnos. Sus primeras palabras no fueron una bienvenida ni un saludo. Él me dijo: “Deberías ir a ver como está. Puede ser que volvió a empezar.” Y yo le creí. Y ahora Jorge está atrapado por mi culpa y todo volvió a empezar.
— ¿Tienes hambre? — Pregunto. Necesito cambiar de tema y de ambiente. Este bar está lleno de recuerdos dolorosos que merman nuestra capacidad para evocar lo sucedido hace tanto tiempo, pieza por pieza, para no cometer los errores del pasado y acabar con todo, lo más rápido e indoloro posible.
— No mucha... Conozco un sitio...
— De acuerdo. — Interrumpo y dejo un billete en la mesa. Aunque la propina es inmensa, no espero reclamar el vuelto. Necesito salir de aquí lo más rápido posible. — ¿Vienes en carro?
— No.
— Mejor. Vamos en el mío.
El frío de la noche despeja un poco nuestras mentes y la magia, que sentía que me envolvía estando en el interior del bar, se desvanece poco a poco. Es agosto y el viento es fuerte. Con nostalgia, recuerdo las excursiones que organizábamos en este mes, para divertirnos elevando cometas. Fuera de la ciudad, en los campos circundantes, sin cables de electricidad que estorbasen, era la diversión preferida por todos nosotros. Luchar contra el viento a tal punto, que regresábamos con las manos peladas a causa de los cordeles que utilizábamos.
Mi carro está aparcado en la otra esquina y, mientras caminamos, recuerdo a Heitter saliendo del consultorio para comunicarnos que siguiéramos en grupo. Un viejo de barba blanca y armatostes espectaculares, que no se parecían en nada a los anteojos modernos, nos atendió. Nos sentamos en el sofá y él al frente, detrás de su escritorio. Parecía algún juez, salido de una película de suspenso, a punto de dictar la sentencia de nuestras vidas.
Lo triste es que así era.
De saberlo en ese momento, saldría a correr despavorido a donde mis pies me llevasen, correr, correr de ese horror, ese terror de blanca barba que se llamaba...