V

Caminé durante dos días. Elegí el Norte, puesto que el río fluía en esa dirección general, y no quería perder la única fuente de alimentación a mi disposición. Es increíble como las personas se adaptan al medio en el que viven. De otra manera, perecería. Al cabo de dos días, llegué al mar. El río desembocaba en un azul como el cielo, a tal punto, que no se distinguía en que punto comenzaba el horizonte. Millares de gaviotas cazaban sardinas. Un par de tortugas gigantes, se arrastraban por la playa, entre las palmeras. Y éstas últimas, eran inmensas. La arena era de un amarillo brillante, que segaba la vista al reflejar el sol, como si fuese oro.

Me sentía exhausto, bastante flaco, con ojeras que parecían bolsas y un hambre constante. Pero, de una manera extraña, me sentía más libre en espíritu. Recordé, mientras caminaba por esa playa al oeste, que en la Biblia, todo profeta tenía por costumbre ir al desierto, a esperar visiones o revelaciones por parte de Dios. Esa espera purificaba su espíritu, así como el obligatorio ayuno. En cierto sentido, eso era lo que me ocurría. Después de andar durante dos días, prácticamente sin descanso, alimentándome exclusivamente de pescado crudo (cuando mucho dos peces por día) y, además de eso, totalmente desorientado, confiando en alguien superior que me guiase al campo de batalla o lo que fuese, concluía que logré cierto grado de purificación.

Mientras caminaba por la playa, a lo lejos distinguí algunas estructuras. Esperanzado, aceleré el paso, casi al borde de emprender una carrera desenfrenada. Una emoción inmensa me embargaba. ¡Al fin gente! Pero, a medida que me acercaba, mi emoción comenzó a disminuir. Las estructuras se encontraban en pésimo estado. Daban la impresión de haber sido abandonadas hacía mucho tiempo. Algunas paredes se derrumbaron y otras se mantenían en un precario equilibrio, dando la sensación de que una simple brisa bastaría para echarlas por tierra. La esperanza pasó, tan rápido como llegó. Sin embargo, no me desesperé. Por lo menos, dormiría esta noche bajo techo.

Avancé despacio, ahorrando las pocas energías que me quedaban. De pronto, me detuve. Me pareció oír una conversación apagada. Tan acostumbrado estaba ya a los sonidos de la Naturaleza, que cualquier sonido diferente, me alertaba. Escuché, conteniendo el aliento. Y ahí estaba de nuevo: una conversación apagada, en la que alcanzaba a distinguir dos voces, más no las palabras. A pesar de que me moría de ansia por encontrarme con seres humanos, mi instinto de conservación se impuso a la curiosidad. Después de todo, yo era un guardián y no sabía si los que conversaban entre las ruinas, detrás de esas paredes, eran buenos o malos. Me retiré sigilosamente hacia las palmeras. Protegido por su sombra, avancé despacio. Cuando me encontraba a pocos metros, me acosté y me deslicé sobre el estómago. Tan absorto estaba en moverme en el más absoluto silencio, que no me di cuenta cuando estaba justo al otro lado de la pared. Me apoyé sobre el muro y, a duras penas permitiéndome respirar, escuché.

—...Tenemos que atacar antes de que lleguen. — Decía uno de los personajes. Me sorprendí al escuchar mi propio idioma. — El ejército se encuentra a unos cuantos kilómetros de distancia, sin general. Lo destruiremos con pérdidas mínimas.

— No lo sé. — Y cuando escuché la segunda voz, me tuve que morder la mano, para que un grito no saliera de mi garganta: era Heitter. — No estoy seguro, Camilo. Si atacamos ahora, iríamos en contra de las reglas. Claro está que ganaríamos, pero no sé las consecuencias que esto puede traer.

— Estás desperdiciando una gran oportunidad, ¿lo sabías?

— No me importa. No quiero ir contra las reglas.

— ¿Es por tus amigos?

— No. Ellos dejaron de ser mis amigos en el momento en que se aliaron con el enemigo. No te preocupes, —  y su voz adquirió un tono frío que nunca antes escuché, — los mataré, si se me presenta la oportunidad, sin la menor duda.

Y, en ese momento, detesté a Heitter con toda mi alma. Nunca pensé que alguien era capaz de odiar a un amigo de esa manera, y las historias que oía de gente que mataba a sus mejores amigos por cualquier pendejada, me parecían exageradas; empero, en este momento cambié radicalmente mi opinión. Sus palabras implicaban que a él no le importaría, en absoluto, matarnos. Y yo que me rompí la cabeza, pensando que no era capaz de matar a una persona que conocí durante tanto tiempo. Pero ahora no lo dudaría, no. Lo mataría de la misma manera y con el mismo sentimiento con el que se mata una cucaracha: ¡repugnancia!

— De acuerdo. ¿Qué vamos hacer?

— Regresemos con los nuestros. — Y Heitter comenzó a alejarse. — Esperaremos el momento indicado y luego atacaremos. No durarán mucho. Los superamos en número, así que va a ser una pelea corta y... desagradable.

Las voces se alejaban más y más. Yo no salía del asombro, estupor y sentimiento de asco que me causaba la acción de uno de mis supuestos mejores amigos.

¡Maldito sea él y los que lo acompañan!

— ¡Juro, en nombre de lo más sagrado, que llegado el momento, no dudaré!

 


 

No sé cuanto tiempo permanecí recostado contra la pared, incapaz de salir de mi estupor. Ante mis ojos desfilaban miles de momentos que pasé con él. Fue mi amigo. Me ayudó en tantas cosas, de la misma manera que yo… que nosotros a él. Y ahora, no dudaba en matarnos. Esto era inconcebible. Más ya escuché de sus propios labios. Deseé encontrarme con mis amigos en ese momento, para contarles lo sucedido. Pero no era posible. Me levanté y en ese momento, todo lo que en algún momento sentí por Heitter, quedó borrado de mi mente, llenando el vacío con un sentimiento de odio tan insondable, que me hería en lo más profundo de mi corazón. Y, a medida que más me hería, el odio aumentaba hasta llenar por completo todo mi ser. A partir de ese momento, dejó de importarme la Humanidad, las almas en juego, mi propio bienestar. Sólo me quedaba esto: ODIO.

Recordé que el otro personaje mencionó que había un ejército, a pocos kilómetros de distancia. Si ellos se proponían atacarlo, significaba que pertenecía a nuestro bando. No sabía que dirección tomar para llegar a él, así que me guié por la lógica. Seguí las huellas que dejaron Heitter y su acompañante, en la arena. Gracias a Dios, no se tomaron la molestia de ocultarlas. Ellos caminaron en línea recta a lo largo de la playa, hasta el punto en que ésta dibujaba una curva muy aguda y se perdía de vista, al norte. Las huellas seguían esa dirección. A partir de ese momento, me dirigí al sur. No era más que una intuición, pero esperé que su ejército estuviera apostado a ciento ochenta grados del nuestro. No fue una buena idea, desde el punto de vista táctico. Podía encontrarse, literalmente, en cualquier dirección. Sin embargo, preferí esta. Tal vez era para alejarme más de Heitter y la ponzoñosa nube que lo acompañaba de ahora y para siempre; tal vez fue una intervención divina, tal vez mi propia intuición, pero luego de una hora, encontré lo que buscaba.

Me topé con centinelas, apostados en la entrada a un gigantesco campamento, situado en un claro, en medio del bosque. Era un campamento de legionarios romanos, equipados completamente. Me vieron de inmediato y me saludaron con un golpe en el peto,  levantando la mano derecha. No me explico como en ese momento ellos me reconocieron como su general. Ni siquiera me consideraba tal, pero les devolví el saludo y me quedé mirándolos sin saber que hacer. No tenía ninguna idea de las cortesías del caso, ni como dirigirme a mis propios soldados. Es más, ni siquiera sabía donde se encontraba mi cuartel general, o lo que fuere. Supongo que ellos comprendieron mi indecisión y uno de ellos se adelantó y, levantando su espada corta, comenzó a caminar delante de mío, no sin antes realizar el gesto inventado hace miles de años atrás: sígueme.

Atravesamos el campamento hasta llegar al centro. Ahí se alzaba una carpa inmensa, custodiada por dos legionarios, quienes levantaron sus espadas en señal de saludo. Entré y para mi sorpresa,  ahí estaba Miguel, frente a un rústico mapa, dibujado sobre la piel de algún tipo de animal vacuno. No se daba cuenta de que me encontraba bajo el mismo techo. Se encontraba bastante concentrado, estudiando las posiciones de las líneas enemigas...

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