I

La bestia abrió los ojos. El Apocalipsis comenzó. Es curioso, había soñado con eso. Cada vez que cerraba los ojos para dormir, veía a una bestia que abría los ojos. Y ahora, los abrió en su totalidad.

El ejército enemigo estaba al otro lado, y sabía que la única manera de vencerlo, era pasar por encima de una amistad de años. De una amistad que no sabía si duró veinte años, los que teníamos ahora, o siglos, que me parecía pasar en este espacio y tiempo.

Tiempo.

Tiempo era lo que nos sobraba y nos hacía falta, a la vez. Me pregunto ¿qué habría pasado con JJ y Andrés? ¿Dónde están? ¿En qué siglo se encuentran? ¿En qué batalla están envueltos? ¿Por qué demonios me vi en la obligación de recorrer un camino purificador, cuando Miguel llegó sin ningún inconveniente y con sólo desearlo?

Veo la batalla en mi mente, pero no puedo describirla con palabras. Es tan difícil describir la agonía. El sufrimiento.

Es demasiado.


 

Pero vencimos.

Lo logramos, gracias a un error táctico de los generales enemigos. Tenían la posibilidad, la gente y el equipo para lograr una victoria impecable, con pérdidas mínimas. Si sus comandantes sabrían la estrategia a seguir, nuestra derrota sería segura. Sin embargo, cometieron el mismo error que una vez aprovechó Julio Cesar, en la batalla contra los egipcios: colocaron a sus elefantes al frente del ejército, en vez de a los lados. Miguel me sonrió, salvajemente, y me indicó con la cabeza a los enormes animales. Mi alegría fue inmensa. Ese mismo error lo cometió Miguel, en un juego de Dungeons. Fue derrotado.

Después de repartir apresuradas instrucciones entre los centuriones, nuestro ejército, inferior en número, se lanzó al ataque con descomunal algarabía, espantado a los paquidermos que, presos de un pánico indescriptible, se lanzaron contra las filas de nuestros enemigos, aplastándolas. Y Miguel, con la nariz dilatada y un tic nervioso en su rostro, consecuencia del olor acre de la sangre, mezclado con lo presenciado, gritó en medio del paroxismo general:

— ¡Ayuden a los elefantes! — Y, preso de una histeria incontrolable, cayó al piso, riendo como un poseído.

Por un momento, dudé entre detenerme para ayudar a Miguel, o correr al frente del ejército, para guiar a mis soldados. Sólo fue una fracción de segundo, pero decidí preocuparme primero, por el desenlace del combate. Sabía que si algo pasaba a Miguel, jamás me lo perdonaría, pero también intuía que, si no lograba esta victoria, la primera victoria en muchos eones, sería el fin de las batallas entre los guardianes.

¡Dios me es testigo que eso es lo único que quiero! Y no permitiré que los ganadores sean ellos.

Y corrí.

El ejército me siguió entusiasta, lanzando espantosos gritos de guerra, que ninguna garganta en sano juicio llegaría a emitir. Pero no estábamos en sano juicio. El olor y el color de la sangre, empapó nuestros sentidos, llenándonos de odio, rencor y necesidad de matar.

Matar o ver morir.

Morir matando.

Todas mis inquietudes se resolvieron, en el momento en que levanté mi espada contra otro hombre. Era pequeño, regordete y en sus ojos llameó una súplica. Me pedía clemencia, pero sabía que él veía la misma llama en mis ojos y, sin dudar, descargué la espada sobre su cabeza. Fue un golpe fortuito. Era la primera vez que usaba un arma blanca, pero logré romper el dorado yelmo que cubría su cabeza, el cráneo y cortar el cerebro en dos. Su cuerpo se sacudió en un grandioso espasmo, y la llama se apagó en sus ojos. Lentamente, se deslizó sobre sus rodillas y cayó al suelo, afortunadamente de cara. Una oleada de lástima y agobio por lo obrado, me rodeó. Más no permaneció mucho tiempo en mi cuerpo, al atacarme otro soldado. Dediqué mi atención a la embestida.

La gritería era inmensa. Los alaridos de los heridos se mezclaban con el choque metálico de las armas y los cuerpos. Ríos de sangre nacieron de la tierra y brotaron bajo nuestros pies, convirtiendo la tierra en barro y dificultando el movimiento.

Y ojos...

Ojos llenos de odio y sedientos de muerte, nos miraban por todos lados. En ese momento de la lucha no se distinguía al amigo del enemigo. Sólo existía la necesidad de perforar y de amputar. De quitar la mayor cantidad de vidas posible, para entregar la suya al mejor precio. En muchas ocasiones, analizando después lo sucedido, mis soldados, por puro reflejo, mataban a sus compañeros de armas. Lo mismo, supongo, que ocurría en el ejército enemigo.

Y el olor de la muerte flotando sobre esos cuerpos llenos de sangre y sudor, mezclado con el olor de los animales, los alaridos histéricos de los que fallecían, los gritos furiosos de guerra de los que vencían, los aullidos lastimeros de los que se desangraban, el chirrido metálico de las armas que entrechocaban, el crepitar de las vestiduras que se desgarraban, el sonido seco de la madera de los escudos que se quebraban, y los trompetazos de batalla, se combinaban en una sola palabra, que se utiliza para designar un suceso de aquella magnitud: BATALLA. Es una palabra insignificante, que no alcanza a describir el sufrimiento, muerte y victoria de hombres sobre hombres. Es demasiado pequeña para analizar lo que sucede en un campo de batalla, y hacer entender al que la escucha, todo lo acontecido durante ese corto momento. Sólo hay una forma de entender lo que es una batalla y es la de estar en ella. Vivir con cada fibra del cuerpo lo que ocurre. Matar y alegrarse de quedar vivo. Ser herido, e ignorar esas heridas para infligir otras peores a sus enemigos. Sentir la espada revolotear sobre la cabeza y darse cuenta de que es lo más parecido al aleteo de la muerte. Y esa euforia que desboca tu cuerpo, es la propia reacción mental, al saber que la muerte se encuentra sobre tu cabeza y en cualquier momento, que no auguras, bajará para apoderarse del cuerpo y alma.

Y ese sería el fin de todo.

De todo lo que significa vida.

En ese momento, entendí el motivo de mi presuroso viaje a través del bosque. En ese recorrido, conocí la vida en una parte de su magnitud. Pues no creo que un hombre pueda verla en todo su esplendor y no quedar ciego de tal belleza. Ese pensamiento era el que me empujaba a luchar y permanecer vivo. Ya no me importaba la tierra ni las almas que se encontraban en juego, en esa batalla. Sólo me importaba LA VIDA. Porque en esa pequeña palabra se esconde el significado de toda filosofía, religión y pensamiento ateo. En esa palabra radica la respuesta al por qué nos encontramos en este Universo, al por qué tenemos hijos, al por qué crece una flor, al por qué existen los animales, al por qué la Tierra misma te inspira respeto, al por qué eres como eres, y también hacia donde vas.

Aunque esa palabra tiene cuatro letras, cada una de ellas encierra el infinito. Encierra un Universo que se encuentra a disposición de aquel, que encuentre la palabra mágica que remueve la cerradura y la ceguera de  los ojos, para entender de lo que se compone el Universo.

Y estoy seguro de que, al alcanzar ese conocimiento, el significado de la Eternidad estará al alcance de la mano.

Y la batalla continuó...

 

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