IV

Me tomó bastante tiempo encontrarlos. Deambulé entre el horror durante lo que me parecieron horas, confundiendo a Xillen con los fantasmas, y cuerpos destrozados, con Andrés. Cuando distinguí a lo lejos a Xillen, cargaba sobre sus hombros a mi amigo. Me apresuré a ayudarle. El peso del cuerpo hacía que ella doblara sus rodillas y avanzara despacio. Temí lo peor. Corrí a ellos tropezando con cuerpos y armas, perdí el equilibrio por dos veces y finalmente caí de bruces frente a Xillen.

Ella no me reconoció al principio. Tenía los ojos hundidos y bien marcados en el rostro. Realizaba el último esfuerzo, y estaba en el límite. No obstante, depositó el cuerpo de Andrés con cuidado en suelo, y después de asegurarse que su postura era cómoda, se dobló en dos y vomitó.

— ¿Cómo se encuentra? — Le pregunté, cuando terminó.

— Perdió mucha sangre, pero todavía vive, amigo mío. — Respondió con una voz desprovista de vida.

— ¿Cómo te encuentras, Xillen? — Me recliné sobre Andrés e intenté cargarlo sobre mi espalda.

— Agradezco tu preocupación, amigo mío, pero tan sólo me encuentro cansada. — De hecho parecía exhausta,  pero no dije nada.

Cargué en silencio a Andrés e iniciamos el camino de regreso. Mi amigo pesaba como mil demonios y vagamente entendía el esfuerzo que realizó Xillen para agotarse de esa manera. Ella me siguió con paso cansado y vacilante, casi sin ver por donde caminaba. Parecía al borde de desfallecer.

— Mejor espera aquí. Llevaré a Andrés y se lo encargaré a Miguel. Regresaré por ti.

Ella me miró con rencor. Pero no dijo nada. Se limitó a sentarse al lado de una carreta volteada. Había madera desparramada alrededor. Seguramente se traba de materiales para realizar un ariete.

— Regresaré dentro de un momento, Xillen. — Le sonreí, tratando de animarla, pero fue una sonrisa falsa y desprovista de vida, en medio de toda esa muerte. Acomodé mejor el cuerpo de Andrés y, sin mirar atrás, me dirigí hacia el castillo.

 


 

Encontré a Miguel en el mismo sitio. La herida había dejado de sangrar y él estaba acomodado en su típica pose, con los ojos cerrados, encarando el cielo. Aunque su cara no refleja preocupación alguna, bajó apresuradamente de la carreta al vernos. Sin decir palabra se acercó y me ayudó a acomodar a Andrés en el suelo.

— ¿Dónde está Xillen? — Preguntó con  voz firme.

Me tomó tiempo responder. Estaba medio ahogado después de cargar a Andrés hasta el castillo.

— Está agotada... la dejé atrás... tengo que volver... por ella ahora... — Logré balbucear, mientras boqueaba en busca de aire.

Miguel me miró de hito en hito y comenzó a caminar hacia el puente levadizo.

— Yo la traeré. — Miguel arrojó esas palabras con arrogancia sobre el hombro. — Cuide que curen a Andrés.

— Espere.

— ¿Qué? — Él se dio la vuelta, visiblemente molesto.

— Usted no podrá encontrarla. — Él le restó importancia a mis palabras con la mano y se encaminó de nuevo hacia el puente. — Es en serio, — insistí, — me tomó un largo rato encontrarlos. Y eso que se dirigían al castillo.

Miguel vaciló y aproveché ese momento de debilidad.

— Iré yo. — Dije y sin esperar réplica, lo dejé atrás, todavía tratando de decidir lo que debía hacer.

A medida que caminaba, pensé que después de todo, a pesar de que Miguel quería aparentar ser frívolo, no lo era. Su preocupación por Xillen era bastante evidente y el afán por ponerla a salvo, confirmaba su buen corazón.

 


 

Al principio temí equivocarme de lugar, al no ver a Xillen en ninguna parte. Más a medida que me acercaba, distinguí su silueta, apoyada contra la carreta volteada, las piernas encogidas, la barbilla escondida entre las rodillas y las manos abrazando las piernas en un gesto de protección. Tenía los ojos bien abiertos, llenos de incredulidad e incomprensión, mirando el horror que se extendía ante ella.

Me acerqué despacio, casi como si temiera sacarla de su letargo. Ella no levantó la mirada. Ni siquiera se movió. Comprendí que estaba en una especie de shock y con cuidado me senté a su lado.

Permanecimos en silencio largo rato. El sol salió por unos minutos, pero las nubes lo ocultaron, como si no quisieran que éste viera el desastre.

— ¿Cómo es posible que esto ocurriese, amigo mío? — Ella me sobresaltó al hablar con una amargura inenarrable, en un tono apagado.

— No lo sé, Xillen. — Respondí atrapado al no saber a qué se refería.

— ¿Cómo es posible que hombres destrocen a los hombres por cosas tan banales como un territorio o una religión? — Aclaró ella.

Me tomé mi tiempo para responder. En mi cabeza todavía estaba fresca la conversación que mantuvimos en el bosque y deducía que por su estado de ánimo en este momento, sería desastroso regresar al tema.

— Esa ha sido la gran interrogante en mi tiempo. Y lo que es más grave, sigue pasando.

— ¿Por qué?

— No lo sé.

— ¿Por qué? — Insistió ella y me miró directamente a los ojos. Ese brillo insistente de sus pupilas en busca de una respuesta, me dejaron sin aliento. Había en esos ojos un tono de firmeza mezclada con incomprensión que nunca vi en esa mirada que conocía como la más dulce en todo el Universo.

— Por lo mismo que siempre, Xillen. El poder. ¿Por qué más se matarían los hombres?

— ¿Poder? — Preguntó ella atónita. — ¡Pero en la mente de cada quién el poder está! Somos energía que conforma el Universo y el poder reside en ello. ¿Cómo asesinar a alguien por algo que ya se tiene?

— No es el momento, ni el lugar para hablar de ello, Xillen. — Acoté con firmeza. — Tienes que descansar. — Dije y quise tomarla del brazo para ayudarle a levantarse. Ella se soltó bruscamente.

— ¡No! El momento y el lugar son ahora. — Se acomodó contra la carreta en la posición en la que la encontré. — Ahora dímelo.

No me dejó otra opción. No era la mujer tranquila y con una respuesta para toda pregunta que conocí. En ese momento se comportaba como una niña mal criada.

Pero ella tenía derecho a serlo.

Le di la espalda, mientras las ideas se organizaban en mi cabeza. Buscaba la mejor forma de dar inicio a la explicación. Es más fácil cuando alguien te pregunta la razón por la cual se enfrentan diferentes grupos. Pero la pregunta de ella encerraba a toda la humanidad...

— El hombre se enfrentó desde el principio de su existencia. Imposible definir con certeza el por qué, como tú quieres que lo haga. Comenzó a enfrentarse por comida, después por el fuego, luego por la vivienda. Con el tiempo, los motivos de los enfrentamientos dejaron de ser tan simples como esos. El hombre, a la vez que repudia el enfrentamiento, no puede evitarlo. Estableció unas leyes para sortear esos enfrentamientos, pero no todos estaban de acuerdo. Esto generó más guerras y, a pesar de que siempre se intenta detenerlas, surgen más y más motivos, los cuales el hombre utiliza como excusa en su afán belicoso. Tales son la religión, que es el más usado; la territorialidad, el nacionalismo, el patriotismo y un sinfín de cosas más. La novedad más reciente que el hombre implementa como motivo para iniciar una guerra o enfrentamiento, es la política. Y todo esto es ocasionado por la recompensa que ustedes ofrecen a los guardianes… — Dije la última frase sin mirarla, pero sentí su mirada clavándose en mi espalda. — El conocimiento. Es lo que genera la necesidad de poder, pues al saber el hombre que con esto o aquello será más poderoso, que será superior a su congénere, sin importar el campo en lo que eso ocurra, lo implementará para lograrlo. La necesidad de sentirse superior, gracias a nuestra propia inteligencia, nos obliga a estar mejor preparados para la mayoría de sucesos que nos deponga la vida. Y si el hombre ve que otro tiene un conocimiento o un poder, entonces trata de imitarlo y si no puede, sustraerlo; y si eso también falla, entonces utiliza el medio bélico...

— No entiendo lo que quieres decir, Enrique. — Dijo ella y yo no di crédito a mis oídos. ¡Ella no comprendía lo que yo explicaba! Generalmente era al revés...

— Mira... — dije complacido en cierta medida, por tener que explicarle algo. — Tomemos como ejemplo la época en la cual el hombre descubrió el fuego...

— Sí.

— El hombre en esa época no era sedentario, sino que vivía en grupos nómadas. Entonces, digamos que un grupo de esos descubre, ya sea por accidente o usando su bien desarrollada materia gris, el fuego.

— En cierta medida, ocurrió como tú dices, amigo mío. — Por su tono de voz y las palabras utilizadas, entendí que volvió a tomar control de sí misma.

— Ese grupo está protegido de las fieras por las noches, cocina la comida, utiliza el fuego como arma y muchas cosas más... — La miré, pero ella no dijo nada. — Cuando otro grupo se entere de una u otra manera lo relativamente bien que viven los que tienen fuego, ¿qué crees que intentarán hacer?

— Posiblemente irán a vivir con los del otro grupo.

— Te equivocas, Xillen. Si te ubicas en la época, te darás cuenta que ellos eran nómadas y un grupo numeroso representaba algunas desmejoras en el sentido alimenticio. Tal vez intentarán pedirlo, pero lo más probable, intentarán robarlo. Y ello traería como consecuencia las represalias del otro grupo.

— No entiendo.

— Por el simple motivo, de que no todos los miembros del grupo saben hacer el fuego. Pocos son los conocedores del misterio mágico de la creación del fuego, porque de esta manera inspiran respeto a los demás miembros y reciben el trato dioses, o por lo menos como sacerdotes engendrados por ellos. Los del otro grupo, si no lo saben, lo averiguarán tarde o temprano, por que al apagarse el fuego robado volverían por más. Entonces, su siguiente paso lógico, sería  amenazar de alguna forma a que se les enseñe a manejar el fuego, lo que  daría como resultado una pequeña guerra.

— ¿Por qué?

— Los hijos de dios, que saben utilizar el fuego, ordenarán a sus subordinados que no permitan que esto pase. Inventarán una justificación de cualquier tipo para hacer prevalecer su condición divina y no cumplir la voluntad de unos extranjeros advenedizos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

— En cierta forma lo entiendo, amigo mío. Sin embargo, también sé que no todos los hombres son tales como los quieres mostrar. Y puedo citar como ejemplo a ti o a tus amigos.

— Es cierto lo que dices, Xillen. No todos somos así. Pero todos tenemos esa chispa. Unos, más brillante que otros. Y los que nos damos cuenta de las verdaderas consecuencias de las guerras, no tenemos voz, pues esos dioses retenedores de poder, no nos permiten alzar la cabeza más de lo que ellos desearan. Si alguien lo intenta… Puedes imaginar las consecuencias…

El silencio fue la respuesta. Se levantó lentamente. Tenía un porte digno y orgulloso, a pesar de que su figura se notaba cansada y triste. Comenzó a avanzar hacia el castillo, cuyas luces se veían a lo lejos, dándonos su posición en medio de la noche que se avecinaba.

— ¿Esa es tu razón al no querer que yo visite tu mundo? — Dijo, después de dar unos cuantos pasos.

— Es una de las razones. Pero a decir verdad, no quiero que tengas una imagen equivocada de nosotros. Como tú misma lo dijiste, no todos somos así.

Ella se dio la vuelta y me sonrió con ternura. Esa era la Xillen que conocía y la que recordaría.

— Recuerda que a pesar de ser guardián, fui imparcial y lo seré cuando llegue de nuevo esta necesidad, amigo mío... Podré ver a través de los disfraces y las máscaras que acostumbran a ponerse vosotros, los humanos. He tratado con vosotros durante mucho, mucho tiempo y aún me cuesta entenderos. Esa es la principal motivación que me empuja a visitar el suyo mundo. Y la imagen vuestra está clara para mí. La fuerza del espíritu que se mueve en vuestros cuerpos me ha llevado a formar parte de vuestro grupo, arriesgando todo lo que conozco. Vosotros podéis derrotar al que se interponga en vuestro camino, no por intereses personales, sino por el bienestar del su planeta y la suya raza. Y lo más impresionante, lo que me ha tocado en el fondo, es que no queréis, ninguno de vosotros, recompensa alguna...

Ella dijo esto sonriendo. El tono de su voz había bajado y en el punto culminante de su pequeño discurso, pareció tener una transfiguración, y detrás de ella, pude percibir con nitidez al ser que nos recibió en la primera y segunda sesión, después de nuestro viaje a este mundo.

¡Ella era ese ser!

Y era lo más lógico. Hasta ahora, pensé que el que nos recibió, fue uno de los maestros de nuestro bando, sin embargo, ¿qué hacía Heitter con nosotros?

— ¿Tú, eres Él? — Susurré la pregunta en un tono a penas audible.

— Eso es cierto, amigo mío. — Su voz recobró su tono habitual, lo mismo que su léxico.

 — Y, ¿lo qué dijiste de los humanos, también es cierto? — Me encontraba anonadado, sintiéndome como un verdadero estúpido, sin permitir que esa idea se acomodase en mi cabeza.

— Sí, lo es. Los habitantes de otros mundos tan violentos como ustedes no son. Llevan vidas pacíficas, casi todo el tiempo. Por eso es que ustedes, los humanos, en estos enfrentamientos son los líderes. Para ustedes, la guerra es un arte; para otros, es la personificación del mal. — Sentenció con cara seria.

No pensé en responderle. Tenía la razón. Nosotros mismos denominábamos la guerra un arte, entonces, ¿cómo demonios queríamos acabar con ella? Miré  alrededor, dándome cuenta de lo irónico de la situación. Criticamos la guerra en medio de un campo de batalla, sembrado de cadáveres y con la muerte misma siendo nuestro testigo mudo, quien escuchó la conversación sin interrumpir una sola vez. Me estremecí ligeramente...

— Después de todo, Xillen, lo único que quiero, es salir vivo de esta experiencia. — Dije con pesar. — Será mejor que nos vayamos, Miguel estará desesperado.

Ella asintió y me siguió hacia el castillo.

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