III
No había luna. Las nubes cubrían el cielo, ayudándome en mi tarea. Avanzaba por el tupido bosque en dirección al campamento de Heitter. Tenía que saber si Andrés estaba vivo o no. No pensé en el ataque que dirigiría mañana, tampoco en los peligros que representaba esta salida, ni siquiera en las consecuencias del acto. En mi mente sólo estaba Andrés.
Andrés y nadie y nada más.
Si estaba muerto, por lo menos no tendría este cargo de conciencia que me carcomía.
Si estaba vivo...
Bueno, si estaba vivo, decidiría en el momento lo que haría. Por ahora, eso no importaba. Al fin y al cabo, él era mi amigo, y aunque por mantener el sentido de la amistad, lo arriesgaría todo.
Avanzaba a buena velocidad, deteniéndome de vez en cuando para escuchar el silencio que me rodeaba. Estaría loco, pero no era estúpido. Ante mi imaginación desfilaban miles de emboscadas y detrás de cada árbol esperaba una estocada traicionera que acabaría de una vez por todas con este sufrimiento y preocupación. En mi mente resonaban las palabras de los exploradores, así que tenía cuidado de los desertores. Al fin y al cabo, un desertor es un hombre que teme a todo ser humano que se le atraviese. A este hombre nada le queda y tiene que esperar lo peor de cada persona que se le atraviese en el camino. Personalmente, si desertara de un bando, mientras no llegara al sitio en el que me sienta seguro, desconfiaría de todos. Y a cualquiera que encontrara en medio de un bosque, por la noche, en medio de ambos bandos, lo consideraría un enemigo.
En una de esas pequeñas paradas, me pareció escuchar a alguien que se detenía apresuradamente detrás de mí. Me di la vuelta, empuñando mi espada, listo para cualquier cosa. Alcancé a ver ocultarse un destello blancuzco detrás de un árbol. Con seguridad era el brillo de una espada. ¡Maldita sea! Si era un desertor, tendría problemas. Más si era uno de los hombres que seguían fieles a Heitter, no evitaría una batalla.
Comencé a avanzar despacio hacia el árbol, presto para cualquier cosa. Lanzaba veloces miradas atrás, previendo un ataque traicionero. Contenía la respiración, intentando escuchar cualquier ruido. Cuando me encontraba a pocos metros del árbol, una figura salió disparada debajo de su sombra, empuñando una espada. Me tomó por sorpresa. A duras penas alcancé a parar la estocada. A pesar de estar concentrado en la pelea, alcancé a ver con el rabillo del ojo otra figura que salía como un fantasma entre las sombras que proyectaba otro árbol.
Esa figura me pareció extrañamente familiar. A tal punto, que pensé que veía visiones.
¡Era Xillen! ¿Qué demonios hacía aquí? Pero cuando miré a mi agresor, con estupor reconocí a Miguel. Él también me reconoció, y ahora la punta de la espada encaraba el suelo y mi amigo me sonreía con sarcasmo y sorna.
— Hola, Enrique.
— ¡Maldito seas! Casi me matas, ¿lo sabías? — Siseé con indignación y sorpresa. — ¿Qué hacen aquí?
— ¿Tú qué crees? — Miguel me miró como a un niño pequeño. — Nos reportaron que desapareciste justo después de ordenar los preparativos para el ataque. Interrogamos a los exploradores y a este viejo... — Miguel buscó en vano el nombre. — ¿Cómo demonios se llama?
— Dietrich, amigo mío. — Le ayudó Xillen.
— ¡Eso! Dierloquesea. Él nos contó como te sentías por tener que atacar. Lo demás no fue tan difícil de deducir. Sabemos sumar dos más dos.
— Así que aquí estamos, amigo mío. Cierto es que te confundimos con uno de nuestros enemigos, más no es extraño el sospechar de cualquier sombra entre esta maldad. Te pido disculpas, más sé que en tu lugar realizarías el mismo acto.
Yo asentí anonadado.
— Bien, ¿qué estamos esperando? — Miguel envainó la espada con un gesto acostumbrado. — ¡Vamos!
— ¿A dónde? — Pregunté como un idiota.
— A rescatar a Andrés, ¿a dónde más? — Explicó Miguel, exagerando artísticamente los gestos.
— ¡No! — Grité horrorizado ante la idea.
— ¿Qué? — Respondieron Miguel y Xillen al unísono.
— ¿Están locos? No podemos ir todos. Con uno basta y sobra.
— ¿Por qué? — Miguel me miró indignado, pero yo no me inmuté. Por fin logré recuperar el control de mí.
— Por una pequeña razón, Miguel. Creo que olvidaste que nosotros tres somos los únicos guardianes que quedan. No podemos arriesgar todo por Andrés. Yo voy sólo. Si no vuelvo al amanecer, denme por muerto o prisionero. — Miguel y Xillen me miraban boquiabiertos. Nunca me vieron tan decidido a algo. Generalmente, yo sopesaba todos los pros y los contras, antes de llegar a una decisión. — Atacarán según lo planeado. — Dije cortante y reinicié mi camino.
— Espera, amigo mío. — La voz gélida de Xillen me detuvo en seco. — Creo justo hacerte recordar, que así como somos pocos los guardianes de este bando, un grupo somos y como tal, tomaremos decisiones conjuntas. Tú, — su voz se convirtió en acusadora, — pretendes sobre tus hombros tomar las responsabilidades y obligaciones, para con tu propio corazón estar en paz, mas olvidas a aquellos que siguen vivos y en aquellas decisiones tienen que ver. Enrique, deja de expiar las culpas y obligaciones de otros. Tienes una misión por cumplir, más tienes que confiar en aquellos que te rodean, así como ellos confían en ti. ¿Acaso crees que el arriesgar tu vida por Andrés y en el intento perecer, ayudaría en algo a la causa? ¿Acaso estás seguro el éxito lograr tú sólo? ¿Qué pretendes demostrar, amigo mío? ¿A quién pretendes demostrarlo? ¿A ti? ¿A nosotros?
No respondí. No pude ni quise responder. Xillen, en una sola frase llegó al fondo de mi corazón y de un manotazo, como el que haría un mago, expuso mis puntos débiles a la luz. Malhumorado, me senté.
— Mire, hermano, no sé que pecados cometimos en otras vidas, — comenzó Miguel quedamente.
Me sorprendió. Él era el más escéptico entre todos y ahora hablaba de vidas pasadas con la misma naturalidad que de Dios.
— Pero de lo que estoy seguro, es que ahora los estamos pagando y ¡de qué forma! Pero nos dieron una oportunidad: la de pagarlos conjuntamente. Confiando los unos en los otros. ¿Recuerda cuando jugábamos Dungeons? — Yo asentí. — Pues las veces que ganábamos un combate, una decisión o cualquier otra cosa, lo hacíamos porqué éramos un grupo. De enfrentar solos a cualquier monstruo del libro, pocas eran las posibilidades de ganar. Pues haga de cuenta que esto es un juego de Dungeons y usted es su personaje. ¡Actúe como tal!
Sus palabras, a diferencia de las de Xillen, contenían tal simplicidad, que apabullaban. A la vez eran más directas que las de Xillen. Me sentí reconfortado. De hecho, me sentí a las mil maravillas. Miré a Miguel con esperanza:
— ¿Me acompañarán?
Como respuesta, obtuve un abrazo efusivo de Xillen, y Miguel, después de luchar un rato con la confusión, se unió al círculo mágico de tres.
Caminamos en medio de la oscuridad del bosque, en un silencio absoluto. En cierta forma me sentía reconfortado por la compañía. Pero a la vez, me preocupaba que estuviésemos juntos. Si Heitter adquirió nuestras habilidades y detectaba a los guardianes a distancia, sabría que todos los guardianes enemigos se acercaban. Y si ello era verdad, no tendríamos oportunidad alguna de terminar con éxito esta misión de expiación que me impuse. Pero las dudas que me roían sin descanso no se comparaban con el cargo de conciencia al no saber lo acontecido con Andrés. Y después de una lucha interna, dejé de lado las preocupaciones. Había que tomar las cosas una por una. Lo primero era Andrés, si algo surgía por el camino, pensaría en ello en el momento preciso.
Treinta minutos después, divisamos las fogatas del campamento enemigo. Infinidad de tiendas de campaña rodeaban en un círculo único a una tienda gigante, inmensa.
Era la guarida de Heitter.