III
El tiempo transcurrió veloz y, casi sin darnos cuenta, pasaron más de tres semanas sin llegar a una decisión. A pesar de intentar lo posible por mantener la neutralidad en nuestras reuniones, la mayoría terminaban en fuertes dimes y diretes, que conducían a los puños. Más parecía un campo de batalla que una deliberación. En las últimas reuniones, ni Miguel, ni yo soportábamos la física presencia de Camilo. El tan sólo sentir su energía en el mismo cuarto que nosotros, provocaba náuseas y ganas de matarlo. Por ello, tras pedir un permiso especial a los Maestros, nos dimos tres días de descanso.
Regresamos al pueblo y lo primero que notamos, era que la gente del pueblo evitaba cualquier contacto con nosotros. Tampoco encontramos a Xillen, a pesar de que la buscamos tanto en el castillo, como en el pueblo.
— ¿Qué demonios está pasando? — Preguntó Miguel, al ser ignorado por enésima vez por uno de los pueblerinos.
— Seguramente tenemos prohibido el contacto con los habitantes, hasta que lleguemos a una decisión. — Respondí, huraño. No me gustaba la idea de esta forzada reclusión.
— ¿Qué hacemos, entonces?
— No sé usted, Miguel, pero yo trataré de descansar y conozco el sitio perfecto para ello.
— ¿El río?
— Sí... Pero primero quiero pasar por el cementerio... — Dije en tono bajo.
Quería visitar la tumba de Andrés. No sé qué misterioso deseo me movía a ello, pero quería hablar a solas con él.
Miguel pensó un rato antes de responder.
— Entonces, lo espero en la taberna. — Y se alejó.
Yo sabía a la perfección el porqué no quería ir al cementerio. Todavía sentía remordimientos por la muerte de Andrés, pero lo que me sorprendió fue su intención de acompañarme al río.
Sin embargo, no pensé mucho en el asunto. Caminé en dirección al cementerio, ubicado en las afueras del pueblo, al sur. El camposanto era un pequeño terreno, rodeado de una endeble cerca de madera. Se notaba la falta de cuidado. Algunas de las tumbas estaban hundidas; otras, en cambio, desaparecían entre el pasto. Alrededor había un pequeño bosque de pinos verdes, y sus amarillentas y puntiagudas hojas, que cubrían el suelo, parecían delimitar el mundo de los vivos y los muertos.
Busqué la tumba de Andrés. El pasto ya comenzó a trepar sobre el montón de tierra reseca. Una única lápida indicaba el nombre del señor. No había ni fecha ni epitafio. Tan sólo un único nombre, que hacía constar que bajo ese montón de tierra yacía un hombre, desde hace quién sabe cuantos años y quién sabe qué rango. La muerte era igual para todos y la sepultura no hacía diferencia entre señor y campesino, entre rico y pobre, entre ladrón y honrado.
Me acuclillé frente a la lápida y por unos segundos guardé silencio. Recordé a JJ y lamenté que él no tuviese una tumba como Andrés. La tumba de JJ eran las profundidades del mar, por lo menos lo que a este mundo se refería. Mi mente voló en el tiempo, a través de los momentos que pasamos juntos, de momentos felices, cómicos, trágicos. Recordé la Universidad, los juegos en el apartamento de Andrés, los intentos frustrados de JJ de aprender algún tema en especial para un parcial... Incluso alcancé a ver a Heitter, con la baraja de cartas apergaminadas, retando siempre a alguien a un juego de póker... No puedo negar que la nostalgia que me envolvió era fuerte. Algunas lágrimas rodaron por mi rostro y cayeron sobre la tumba. La tierra las absorbió enseguida, ávida de líquido, aunque fuese salado...
Y así permanecí largo rato, rememorando paso a paso nuestra vida como los cinco inseparables amigos. Como el grupo intenso que asombraba a muchos de la universidad, del colegio y del barrio. Restaurando pieza por pieza las imágenes de nuestras vidas, antes de la visita al psicólogo. Al llegar a ese punto, las imágenes se tornaron más oscuras. El grupo sufrió una pérdida y a partir de ese momento comenzó el desespero...
Andrés...
Todavía no lograba comprender lo que le empujó a realizar esa misión suicida. No asimilaba esa necesidad de él a salir en busca de problemas, estando todavía recuperándose.
Y la ejecución...
Todos los momentos de esa batalla cubrieron en mi mente por una niebla oscura, revelando por momentos escenas vívidas, pero fugases, sin tener una conexión con la siguiente. Y ahora... frente a la tumba de Andrés, parecía como si un gigantesco telón se había levantado en mi mente, permitiendo revivir una a una, en cámara lenta, las imágenes. El desespero comenzó a llenarme y fui arrancado de mi sitio por un remolino de odio que superaba la imaginación y en mi mente tan sólo había un pensamiento: matar a Heitter a como de lugar...
Y sin embargo...
Y sin embargo me contuve... Saqué fuerzas de la flaqueza y en lugar de comenzar a lanzar aullidos, maldiciones y juramentos salvajes a diestra y siniestra, me dejé caer de rodillas y lloré. Hacía siglos no había llorado. Olvidé el alivio que traen consigo las lágrimas, olvidé que los ojos son la salida del alma...
Había olvidado tantas cosas...
Olvidé que en mis manos descansaba el poder para decidir el futuro de la humanidad, el futuro del universo, el futuro de un dios. Y ahí, frente a la tumba de Andrés, mis ojos, que permanecieron cerrados durante tanto tiempo, comenzaron a abrirse lentamente, a asimilar la verdad a la que me enfrentaba.
La última pieza del rompecabezas encajó en su sitio...
Miguel estaba sentado al frente de la taberna, bebiendo una cerveza. Me vio desde lejos, pero permaneció sentado, esperando a que me acercara. Me senté a su lado en silencio. Miguel tomó un sorbo lento y largo y sin mirarme, preguntó:
— ¿Cómo le fue?
No le respondí. Tan sólo entré en la taberna y al rato volví a sentarme al lado de mi viejo compañero de armas, con una cerveza en la mano.
— ¿A dónde cree que iremos esta vez? — Pregunté.
— No lo sé. — Respondió Miguel de mala gana. — Y a decir verdad, no me importa. Otra época, otra batalla, mismas muertes, mismos enemigos y mismo futuro incierto...
Me quedé mirándolo, sorprendido. No era típico de él hablar así. Siempre estaba ansioso para encabezar una batalla y ahora... Recordé lo pensado en el cementerio y lo parecido de nuestras ideas. Y la respuesta era tan lógica que parecía risible: estábamos cansados.
— Quizás deberíamos quedarnos aquí. — Dije. — Sinceramente, nos da lo mismo ir hasta el río o quedarnos. — Aclaré, al ver la sorpresa pintaba en el rostro de Miguel.
— Sí. — Miguel tomó otro trago de cerveza y mirando el suelo dijo, — deberíamos aprovechar ahora para tratar de decidir algo respecto a Heitter. No aguantaría otro día encerrado con Camilo en la misma habitación...
— Sé a lo que se refiere. Es insoportable, ¿cierto?
— Sí. Hasta Heitter es preferible a ese idiota.
Solté una sonrisa amarga.
— Por lo menos él sabe de cortesía y respeto.
— No sé como se lo aguanta Heitter. — Miguel miró el fondo de su jarra y la dejó a un lado.
— Lo aguanta por que lo necesita. ¿Se dio cuenta que casi todos los alienígenas son de naturaleza pacífica?
— Sí. Parece que nosotros somos los más inventivos de entre todos. ¿Quiere más cerveza?
Respondí que sí. Miguel fue a la taberna por otras dos. Se demoró un poco y cuando salió, estaba furioso.
— ¡Maldito cantinero! No es capaz ni siquiera decir "a la orden". ¡Me desespera que me ignoren! — Miguel se sentó y me pasó el trago. — ¡Que los ahorquen a todos! Y todo por culpa del idiota de Heitter. Si tuviera una pizca de honor, se quedaría en la batalla y estaría ahora a tres metros bajo tierra. — Pero la furia de Miguel no se debía precisamente al silencio del cantinero. — Nosotros, nos matábamos como borregos, yendo en primera fila, entrando en el campo enemigo, mientras que él está detrás de sus filas, feliz y contento y, en caso de peligro, se vuela a la tierra y cuando regresa nos ordenan: "no lo castiguen duro, es un buen muchacho y merece vivir". ¡Maldita sea! — Y Miguel le lanzó un buen golpe al escalón sobre el que estábamos sentados, haciendo crujir la madera.
— Y aguantarnos al idiota de Camilo... — Agregué, sin pensar.
— Peor a él. — Fue como si le echaran leña seca a la candela. — ¡Ese lame botas es todavía peor! Lo único que hace es hurgar en la herida sin aportar nada nuevo y todavía se pone bravito si se le dice algo. En lo único que piensa es en cómo salvar a Heitter. No quiere ni siquiera entender que la tiene que pagar y lo que él está haciendo, es alargar todo esto. ¡Imbécil!
— Pero hay que dar gracias a ello, Miguel.
— ¿A qué?
— A que Heitter casi nunca se juega el pellejo. Quizás por ello es que no conoce tan bien este juego como nosotros. Él supone, más no sabe lo que sucede en el frente. Él no sabe lo que sufren los hombres, sus penalidades, sus miedos. — No había comido nada en todo el día y esa jarra de cerveza hacía estragos en mi cuerpo. — Él no sabe lo que es un asedio, siempre acostumbrado a que los demás hagan el trabajo sucio por él. Por eso fue que se revelaron los hombres en su contra. Un general así no es de temer. Tarde o temprano sus actos se volverán en su contra y en ese momento la victoria será nuestra.
— Más me encantaría que por lo menos una vez él supiera lo que se siente...
— Ya lo probó, hermano. — Miguel me miró, sin comprender. — En la primera batalla, recuerde que él fue el que le hirió... — Y me arrepentí inmediatamente de lo dicho, al ver como relampagueaban los ojos de Miguel.
— Sí... Recuerdo... — Siseó entre dientes.
— Y también estuvo debajo de los muros, cuando usted le propinó ese mandoble. — Y con ese agradable recuerdo, Miguel se relajó.
— Después de todo hay que reconocerlo, — dijo Miguel, después de meditarlo un rato. — Tiene pelotas el renacuajo.
La comparación me hizo tanta gracia que rompí a reír. Pero en ese momento, mientras reía, se me ocurrió una idea bastante aplicable:
— Y, ¿qué tal si ponemos al renacuajo a saltar bien adelante?
— ¿Qué quiere decir, Enrique?
— Hombre, Heitter estuvo en primera línea, es cierto, pero siempre acompañado por guardaespaldas y después de las dos o tres primeras olas de ataques. Es inteligente. No quiere perecer en el primer encuentro, pero tampoco quiere que sus tropas lo vean como un cobarde. Así que espera las dos primeras olas de ataque y cuando las ganas de ambos ejércitos han menguado, salta al frente, con los guardaespaldas por delante.
— ¿Y qué?
— Pues, hombre, ¿qué le parece si como castigo lo ponemos al frente, sin guardaespaldas, digamos en cinco o seis encuentros distintos, como un soldado raso, en la primera línea de ataque, en la primera ola? Así no perderá su título de guardián, tampoco se verá limitado para decisiones, también adquirirá el conocimiento que quiera y todo por lo que Camilo ha fregado la vida. Si muere, pues hombre, eso nos espera a todos. Y si Camilo va a joder que en primera línea tiene pocas probabilidades de sobrevivir... Nosotros somos el ejemplo perfecto para contradecirle... La única condición, es que los Maestros lo bloqueen para que no huya…
Miguel rumió la idea un rato, hasta que vi que sus ojos chispeaban y comprendí que estaba de acuerdo con la idea.
— Así tendré mayores oportunidades de encontrarlo y cortarle la cabeza de una vez por todas. ¡Brindo por eso!— Dijo con alegría y vació de un trago la jarra.