Yo nací en el año 1975 en la ciudad de Voroshilovgrad, hoy conocida como Lugansk, en la extinta Unión Soviética. En la ciudad de Krasnodon, relativamente cercana a mi ciudad de nacimiento, vivían mis abuelos. Yo pasaba largas temporadas con ellos, más que todo en verano. Tal vez fueron las épocas más hermosas de la infancia y las lecciones más valiosas que tuve en cuanto al trabajo y la previsión.
La casa quedaba a dos cuadras del linde de la ciudad donde comenzaba un bosque y al lado había un lago. Era una pequeña charca artificial con una pequeña represa que cruzaba el curso de un estrecho riachuelo. Era nuestro lugar favorito (me refiero a los chicos) tanto en verano como en invierno. En verano íbamos a pescar y a nadar para ocultarnos del calor abrasador que hace en esas latitudes durante los meses de junio, julio y agosto. El invierno traía otras oportunidades para divertirnos: al congelarse el lago era una excelente pista para jugar al hockey, hacer concurso de trineos o guerras de castillos de hielo que armábamos de gigantescas bolas de nieve. También se podía esquiar y, a falta de hacer algo, nuevamente pescar. Un niño siempre tenía mucho que hacer con toda esa naturaleza alrededor. Y no teníamos vigilancia alguna…
Además, estamos hablando de los años 80 del siglo pasado, cuando la tecnología, como la conocemos hoy, ni siquiera estaba en los sueños más locos del inventor más popular del momento. En toda la cuadra había solamente dos casas que tenían un teléfono fijo y si uno quería llamar algún lado tenía que literalmente correr y pedir cita con el vecino para que te diera la oportunidad de usar el teléfono para llamar a alguien. Y si alguien tenía que llamarte, llamaba la casa del vecino y el vecino era quien corría a tu casa para avisarte que había una llamada y que tu tenías que ir allá a atender.
La casa de mis abuelos estaba ubicada en un terreno que tendría más o menos unos 15 metros de ancho por unos 30 o 40 metros de fondo; bastante grande para decir verdad. En el terreno había dos casas: una casa que llamamos casa de invierno y la otra la llamamos como casa de verano. En la casa de verano básicamente lo que había era la cocina, una tina, y una habitación donde se podía dormir. La casa de invierno, al contrario, tendría entre 2 o 3 habitaciones (ya a estas alturas de la vida no me acuerdo bien), además del calentador de agua (algo muy necesario para las noches de invierno). Es decir, la casa de invierno tenía calefacción. En invierno, con las puertas y las ventanas cerradas, la temperatura interna era entre 27 y 30° (todo un horno), mientras que en el exterior podría llegar hasta 25 grados bajo cero.
Lo más interesante es que ambas casas fueron construidas por mi abuelo con sus propias manos. Eran las típicas casas, que se achacan a los cosacos, llamadas Mázanka. Mi abuelo era un maestro para todo lo que fuera construcción, soldadura, jardinería, siembra, para hacer vino, mecánica y tantas otras cosas que no llegué a saber ya que salí de la Unión Soviética cuando tenía nueve años.
Durante su juventud mi abuelo fue tomado prisionero y llevado los campos de concentración nazis en Alemania. Cuando sucedió, él tenía 14 años. Pero tuvo suerte, si es que se le puede llamar así, ya que fue seleccionado en los campos de concentración por un hacendado alemán, que estaba buscando esclavos para trabajar en su hacienda. Por eso mi abuelo no sufrió los rigores de los campos de concentración, aunque hasta el día su muerte siempre trató de ocultar el número que le harían tatuado y que lo identificaba como preso. Él nunca contó todo lo que sufrió siendo esclavo, aunque sí se quejó por la mala alimentación que recibían: les daban pan con aserrín como alimento. Aquellos que han leído sobre el trato que daban los nazis a sus esclavos durante la Segunda Guerra Mundial se podrán hacer una idea. Fue liberado por los americanos y se le dio la opción de elegir: irse con ellos o regresar a la Unión Soviética. Él eligió lo segundo. Pero tuvo mala suerte ya que cuando llegó con el ejército soviético, había cumplido los 18 años y le tocó prestar servicio militar en Alemania. Así que mi abuelo, además de todo lo anterior, también hablaba muy bien el alemán ya que en total se quedó en Alemania casi 10 años.
Sin embargo, no todo fue malo durante el cautiverio. Hay que resaltar que los alemanes son notorios por su organización y su estilo de trabajo y mi abuelo aprendió muchísimo de ellos. Todo lo que aprendió lo aplicó en ese pequeño terreno que yo con nostalgia recuerdo hoy.
Regresando al terreno de mi abuelo, al lado de la casa de verano estaba el subterráneo donde se guardaban todos los alimentos frescos. Era literalmente un cuarto a 3 metros bajo tierra que siempre conservaba una temperatura de 4 °C, tanto en verano como en invierno. Ideal para guardar todo lo que uno quería conservar el mayor tiempo posible. Y al lado del subterráneo se ubicaba el taller mecánico de mi abuelo, su orgullo. Impecablemente organizado: todas las herramientas bien colgadas en las paredes. Todo numerado. Y en el centro una motocicleta con carrito que mi abuelo mantenía en excelente estado.
Al frente del taller había una caseta que era el cuarto de San Alejo (sarái, lo llamábamos). Allá se guardaban los restos de los materiales de construcción, el carbón que se utilizaba antes del gas para calentar la caldera, así como semillas de frutas y verduras que se recogían en otoño para sembrar después en la primavera en la huerta que quedaba en la parte interna del terreno. Y al fondo de la parte interna quedaba la letrina ya que ninguna de las casas tenía baño; por eso, si había que hacer sus necesidades ya sea en invierno o en verano, había que salir a de la casa y recorrer el camino entre la huerta hasta el fondo del terreno… No era la mejor experiencia cuando la temperatura bajaba de los 0 grados…
En el otoño era mi obligación ayudar a mi abuelo a vaciar esa letrina. El contenido iba a parar a las zanjas que abríamos en la huerta para luego taparlo con tierra. Era el mejor abono que uno podía utilizar. En primavera uno volvía sembrar frutas y verduras en ese terreno y los resultados eran asombrosos.
El otoño traía otras obligaciones como excavar los rosales y demás matas para protegerlas del rigor del invierno que se avecinaba. Para ello se recortaban los troncos y el follaje y se envolvía la raíz en fieltro con algodón antes de devolverlas a la tierra. De esta forma se ayudaba a esas matas a sobrellevar temperaturas de hasta -25 °C. El mismo procedimiento había que hacerlo con las tuberías de agua que llegaban a la casa. Si uno no las protegía se congelaban y si eso pasaba no tendrías agua hasta primavera…
En primavera había que sembrar. Se sembraba papa, tomate, cebolla, pepino, pimentón, girasoles, eneldo, perejil y un sinfín de cosas más. Además, en el terreno teníamos un árbol de nueces, dos cerezos, y un par de árboles de durazno.
Y después, a finales del verano y principios de otoño había que recoger la cosecha. Era una época también que recuerdo con melancolía. El olor de los tomates frescos recién cosechados, que mi abuela pasaba por un exprimidor especial, para luego hacer pasta de tomate y salsa de tomate. También la marinada de los pepinos, de los mismos tomates, y todo lo que uno necesitaría para pasar el invierno. Toda la papa que se cosechaba se guardaba en el subterráneo. El repollo se cortaba en julianas y se hacía chucrut en un bidón de madera gigantesco, cuya tapa, también de madera, siempre tenía una roca pesadísima encima que hacía de pesa. Y las montañas de mermelada que se hacían con los duraznos, los cerezos y las fresas eran apabullantes… El paraíso de cualquier niño.
Siempre había algo que hacer en esa casa. Si no era la siembra o la cosecha, había que hacer mantenimiento a la casa, a las cercas, las ventanas o las habitaciones. Antes del invierno todas las ventanas se sellaban con un material especial para que no saliera el calor. En primavera había que quitar esos sellos para poder abrir las ventanas y disfrutar de la brisa. La casa se pintaba una vez al año, ya que en invierno toda la pintura exterior se resquebrajaba y se caía.
Así que desde pequeño y gracias a mis abuelos fui conociendo la importancia de pensar un poco sobre lo que vendrá y prepararse para ello. También aprendí la importancia del trabajo duro y honrado. Lo importante que es la naturaleza en nuestra vida y las maravillas que hace la familia unida con esa naturaleza para la sobrevivencia de todos y cada uno de nosotros.
Hoy por hoy todo el mundo habla de reciclaje, de salvar el planeta, y yo digo que en los años 80 en la casa de mi abuelo el planeta ya estaba salvo: todo se reciclaba, todo se reutilizaba, todo se aprovechaba. No se contaminaba y lo poco que sobraba o se reutilizaba, o se quemaba. No había camión de basura que pasar a recogerla, y la verdad es que ni basura quedaba… La tierra se protegía, ya que te daba de comer; las matas y los árboles se amaban y se protegían por la misma razón… El ciclo de la vida y la naturaleza siempre estuvo en acción, mientras mi abuelo estuvo vivo.
Bogotá, Colombia,
Abril 11 de 2023
Continuará…