Cuando Juan Carlos, después de leer en décimo grado "El Quijote de la Mancha", entregó su análisis al profesor, jamás se imaginó que su vida quedaría marcada para siempre con esas famosas palabras: "En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...". Una semana después, al recibir el trabajo calificado, se sorprendió de que su nota fuese un dos. Había esperado por lo menos un cuatro, pero no lo obtuvo.
También estaba más que sorprendido su compañero de grupo, Alejandro. Esta nota les hacía perder la asignatura y ellos no tenían ninguna intención de repetirla. Luego de retirarse todos los demás alumnos del salón y esperar pacientemente la acostumbrada fila de reclamos al profesor menguara, Juan Carlos y Alejandro, por fin, habían logrado acercarse a su maestro. Después del tradicional silencio embarazoso, disculpas y ruegos ofrecidos ante el escritorio del profesor, como si fuese un altar pagano, el maestro decidió darles una oportunidad. Claro que hay que ver si era un favor o una maldad lo que les hacía:
- Si ustedes me consiguen a un Quijote moderno y me lo sustentan, jóvenes, les dejaré un diez en definitiva. - Dijo el maestro con una sonrisa socarrona pintada en los labios. En seguida se acomodó los anteojos, cerró su libreta de notas y con una inclinación de cabeza, se despidió de los contrariados estudiantes.
Juan Carlos estaba determinado en pasar la asignatura a cualquier costo, así que con una determinación en la cara y mil pesos en el bolsillo, se dirigió a la puerta, seguido por Alejandro.
- Bueno, vamos.
- Y ¿qué haremos? - Preguntó desolado Alejandro.
- Pues buscar al Quijote.
- ¿Dónde?
- No lo sé. - Juan se encogió de hombros. - Pero juro que lo encontraré. Si pierdo el año, perderé a Diana. Y yo no la puedo defraudar. Aunque nunca me lo ha dicho, sé que me quiere como yo la quiero a ella y no estoy dispuesto a perderla por un maldito trabajo.
- En realidad, a mí me importa un pepino. - Dijo Alejandro y también se dirigió a la puerta, pero con diferente intención a la de su amigo. - Tengo la palanca necesaria para que me haga pasar español.
- Pero esa no es la gracia. Yo quiero cumplir con ese trabajo. En realidad la nota no me interesa. Lo que me interesa es la reacción de Diana y no la puedo defraudar, diciendo que he pasado la materia por medio de una palanca. No sería ni justo, ni valeroso, ni tendría alguna importancia para ella. Tengo que cumplirle y no lo debo hacer por medios... - Se interrumpió, buscando una palabra diferente a "sucios", para no ofender a su amigo. - ...frágiles. - Esa fue la palabra que le pareció más apropiada.
- Bueno, haga lo que quiera, hermanito. Yo me largo. - Y Alejandro comenzó a caminar.
- Espere, Alejo. - Juan agarró el hombro de su amigo y lo detuvo. - No es la forma. Más bien ayúdeme a encontrarlo. Así tendrá la conciencia limpia.
- Mi conciencia, déjela en paz. A mí lo que me importa, es la nota. No una conciencia limpia. - Con un movimiento brusco, liberó el hombro y comenzó a alejarse de nuevo.
- Pero su palanca, si acaso, le dejará un seis en el trabajo. A penas para que quede tres en definitiva. Si va conmigo, podrá tener diez en definitiva.
Alejandro vaciló un momento. Dio la vuelta y después de dar unos pasos, encaró a su amigo.
- Ese diez no está garantizado, en cambio mi palanca sí lo está. - Lo miró con un interrogante pintado en la cara. - ¿O es que me equivoco?
- Yo... - Juan Carlos tragó con dificultad. - Yo le prometo que sacaremos ese diez.
- ¿Lo promete? - Ahora, Alejandro lo miraba con incredulidad. - ¿En serio?
- Sí. Le prometo que sacaremos ese diez, hermano.
La cara de Alejandro se transformó en un reflejo de felicidad y esperanza imposibles de traducir.
- Confío en usted, hermanito. Vamos a buscar a ese Quijote.
- Vamos. - Le dijo a su amigo Juan Carlos y comenzó a caminar. Cuando Alejandro lo adelantó por unos pasos, murmuró por lo bajo: - Todo sea por ti, Diana. - Y después de jurar por ella, alcanzó a Alejandro.
Los dos amigos comenzaron a caminar con determinación pintada en la cara, buscando a un Quijote y ambos pensando en los impulsos que los determinaban a hacerlo y buscarlo, hasta alcanzar su objetivo.
La Avenida Quince, estaba congestionada dado a la hora. Los dos amigos caminaban al lado de Unicentro, buscando a cualquier persona que les pareciera quijotesca. Miraban a lado y lado, desesperados. De repente, una señora que se encontraba frente a ellos esperando que pasara su autobús, lanzó un grito y comenzó a pedir auxilio. Un ladrón le había arrebatado la cartera y estaba corriendo en dirección de nuestros amigos.
Juan Carlos, en un solo momento había tomado su decisión. Con un impulso de sus piernas se lanzó en diagonal, tratando de interceptar al ladrón. Lo derribó, alcanzando a golpear con su hombro el costado del agresor. Ambos rodaron por el pavimento, mientras que la señora corría hacia su maltrecho bolso y Alejandro se quedaba de una sola pieza al ver a su amigo abajo. El ladrón se estaba incorporando y con un rápido movimiento sacó una navaja de su bolsillo. Juan Carlos se encontraba a merced del atracador y cuando todo parecía terminar para nuestro amigo, Alejandro, con un grito de guerra que más parecía un alarido de espanto, golpeó al atracador en la mano, obligándolo a soltar la navaja y derribándolo en el piso de nuevo.
Juan Carlos se sentó encima del ladrón, impidiendo cualquier movimiento de este y Alejandro se apoderó de la navaja. La señora llegó fatigada y levantó su cartera. La apretó contra su pecho, pareciendo protegerla como lo haría una gallina con sus huevos. Después le lanzó una mirada cargada de odio al inmovilizado ladrón y otra de agradecimiento a Juan Carlos. A lo lejos se escuchaban los pitazos y golpeteo de botas en el pavimento de dos policías que se acercaban corriendo. Viendo que el ladrón se encontraba tranquilo, Juan Carlos se levantó. La señora estaba acusando al ladrón a uno de los policías, mientras que el otro se acercaba para esposarlo. De repente, el ladrón cayó de rodillas:
- Por favor... doctorcito... Mire que lo hice por hambre... Por favor... Tengo una familia que mantener. - Balbuceó con súplica.
El policía le agarró una mano con firmeza. Y de repente, sin siquiera proponérselo, Juan Carlos salió en defensa del ladrón:
- Fresco, oficial. Déjelo ir que aquí no ha pasado nada.
El policía lo miró, interrogándolo con la mirada, mientras que el ladrón lo miraba esperanzado.
- Es verdad, doctorcito... - Le dijo suplicando a Juan Carlos el ladrón. - Le juro que es por hambre. Le juro que no lo volveré hacer. - Con la mano libre, el ladrón se persignó. - Por Chucho que no vuelvo hacer.
- Sí, oficial, déjelo ir. - Habló Juan Carlos con confianza, viendo que la señora había desaparecido entre la multitud que los rodeaba. - Mire que ha prometido no hacerlo de nuevo y siempre hay que darle una oportunidad a la gente. A lo mejor, algún día de estos, él le puede ayudar a usted en algo.
El oficial rió de buena gana. ¿Cómo era posible que un pinche ladronzuelo le ayudara en el futuro? La broma fue bien recibida y movido por el sentimiento de justicia del chico, decidió dejar libre al ladrón, conformándose con amedrentarlo.
Más tarde, después de escuchar por espacio de media hora los agradecimientos del ladrón y el aplauso de la gente conmovida con la acción del muchacho, nuestros amigos seguían buscando al Quijote. Alejandro seguía a Juan Carlos mal humorado. Para nada le había gustado la acción de su amigo. Después de un rato de tortuoso silencio, decidió hablarle.
- Juancho, sinceramente no entiendo porque hizo eso.
- ¿Hacer qué?
- ¿Porqué dejó libre a ese pendejo? ¡El casi lo destripa y usted le da como premio la libertad!
- Píenselo Alejo, - Juan Carlos miró a su amigo con curiosidad. - Ahora, él sabe que si alguien hizo algo bueno por él, tendrá que hacer lo mismo. - Sonrió con alegría. - Te puedo asegurar que a partir de ahora ese ladrón se va a dedicar a una vida honrada.
- No. - Alejandro seguía negando con la cabeza. - Ahora va a seguir atracando. Lo que usted hizo, fue dejar una plaga libre.
- No lo creo así. Se reformará. Además, Diana se sentirá muy complacida con esta acción. Ella siempre ha sido partidaria de dar una segunda oportunidad a las personas.
Alejandro calló, pero en algún lugar, muy dentro de sí, coincidió con el pensamiento de su amigo. Siguieron caminando, buscando a su Quijote. Caminaron durante mucho tiempo, sin encontrar lo que buscaban. Estaban a la altura de la calle 45 con carrera séptima, cuando un joven, todo greñudo, con una mochila colgada del hombro enredada con los hilos que salían de su pantalón, se acercó a pedirles "una monedita". Alejandro puso cara de puño y con un movimiento de cabeza le negó la petición a ese joven. Juan Carlos, rebuscó en su pantalón y sacando lo mil pesos destinados para el autobús, los entregó con gesto generoso.
- Gracias, hermano. Que Dios se lo pague, hombre.
Alejandro de nuevo miró con malos ojos a su amigo. Sabía que esos mil pesos eran para su pasaje.
- ¿Para qué demonios le dio la plata? - Asaltó a su amigo, apenas el joven se había alejado. - ¿Cómo carajos se supone que vamos a regresar a casa? - Exclamó furioso y se paró en seco. - ¿Caminar? No tengo ninguna intención de hacerlo. Estoy mamado y tengo hambre. - Terminó de repente con tono quedo.
- Dios proveerá, Alejo. Dios proveerá. - Contestó Juan Carlos con deje misterioso y siguió caminando.
- ¿Dios? - Repitió incrédulo Alejandro. - ¡Si Dios proveyera, ni siquiera tendríamos que caminar como un par de estúpidos por la calle, buscando algo que no existe, muertos de hambre, sin un peso, y usted fantaseando sobre alguna vieja que a mí se me hace irreal, porque nunca la he visto!
- Sí existe. - Respondió Juan Carlos tranquilamente. - También Dios.
Alejandro se quedó boquiabierto ante la abierta muestra, sino de terquedad, entonces de estupidez, de su amigo. Se paró en seco y aulló voz en cuello:
- ¡No me moveré de aquí, hasta que Dios no me dé algo de comer!
Juan Carlos miró a su amigo, meneó la cabeza y le dijo que lo esperase. Se adelantó y entró a una tienda que se encontraba unos metros más adelante. En cinco minutos salió con dos pasteles de carne y un par de gaseosas en sus manos. Alejandro miró a su amigo con los ojos abiertos llenos de asombro. Recibió calladamente su pastel y gaseosa y en silencio lo comió. Después, se quedó mirando a su amigo, queriendo hacer la pregunta, pero sin atreverse. Juan Carlos leyó la pregunta en los ojos de su amigo y con una sonrisa le aclaró el asunto:
- Simplemente le pedí en nombre de Dios una ayudita y la doña me ayudó.
- ¿En nombre de Dios?
- En nombre de Dios.
Siguió un silencio pesado que fue disipándose por la algarabía de los estudiantes que salían apresurados de la Universidad Javeriana. Y de repente, los ojos de Alejandro se iluminaron, mirando fijamente a su amigo.
- ¡Claro! - Exclamó en voz alta. - ¡Claro! - Y se puso a bailar como un loco. - ¡Claro! - Y se sentó en la acerca, incapaz de controlar la risa. - ¡Claro! - Aullaba eufórico, mientras que una multitud lo rodeaba y Juan Carlos trataba de auxiliar a su histérico amigo. - ¡Claro! - Comenzó a calmarse poco a poco, mirando directamente en los ojos de Juan Carlos. - ¡Por Dios, claro! - Y comenzó a reír otra vez.
- "...y comenzó a reír otra vez". - Leyó el maestro y cerró la contraportada. Una risa, como una nube sin invitar, comenzó a formarse en sus labios. Se acomodó las gafas con un movimiento reflejo, cogió el lápiz rojo y después de darle vuelta durante diez minutos, estampó con pulso firme un cinco en la portada y debajo, en letra pequeña un "excelente". Colocó el trabajo calificado en una pila, se levantó y fue a la habitación de su hija, Ella estaba hablando por teléfono entretenida. La miró con cariño durante un momento y luego, con tono firme, pero paternal, le dijo:
- Diana, cuelga ya, es hora de dormir...