Las nubes comenzaron a aglomerarse con una rapidez inusitada. Un desprevenido turista miraba con la boca abierta algo que jamás podría presenciar de nuevo en vivo y en directo. La llegada de un ciclón. Un nativo que corría desesperado le gritó algo en su idioma. Aunque el espectador no conocía la lengua, entendió perfectamente la advertencia de peligro y corrió detrás de él.
Un periódico dejado por alguien en su huida, comenzó a dar vueltas en el aire. De pronto, como si no lo quisiera, se detuvo. El viento desapareció y todo lo invadió una tranquilidad amenazadora. Un silencio sepulcral envolvió la playa. Parecía como si todos los sonidos hubiesen muerto. Tan solo era interrumpido por uno que otro ladrido nervioso de algún perro.
Y entonces, el viento golpeó con la fuerza de un gigante mitológico la tierra. Las palmeras comenzaron a agitarse, protestando por su muerte cercana y sus hojas aletearon impotentes en el aire mientras despegaban en un vuelo sin destino. La arena se elevó en una pared transparente pero amenazadora y avanzó hacia las palmeras azotándoles sin descanso y haciéndoles perder sus preciados frutos.
Entonces un poderoso crujido anunció la rendición de una palmera y esa fue la señal para que el agua comenzara a elevarse como si las rocas decidieran salir a la superficie para ver que era lo que pasaba. Y en ese momento, las olas se derrumbaron sobre la playa arrasando lo que se encontraba en su paso. Un puesto de perros calientes se vio en una danza salvaje, donde el agua lo rodeaba y empujaba, hasta obligarlo a perder su forma original y convertirse en trozos de madera y aluminio rotos, destrozados.
La tormenta avanzó con una majestuosidad imposible de doblegar.