III

Todo transcurrió como en un sueño. No me percaté cuando llegaron Miguel y Andrés. Tan sólo sentí una mano que me apretaba el hombro derecho con fuerza y me atraía. No supe quién era. Meramente me dejé llevar por esa fuerza misteriosa y descargue en llanto todo el dolor que me oprimía el pecho. El dolor por JJ, más todos esos sentimientos reprimidos durante años de matanzas, durante décadas de muerte y decadencia.

Cuando por fin abrí los ojos, vi que era Miguel. Con una mano me sujetaba contra su hombro, permitiéndome desahogarme, mientras la otra se encontraba crispada en un puño. Su mirada, llena de odio inenarrable, se encontraba perdida en el horizonte. La seguí, estupefacto, y muy pronto comprendí lo que ocurría. Al fondo de la iglesia, en un rincón, rodeado de tinieblas, estaba Heitter. Nos miraba, y su cara no reflejaba ninguna emoción. Una seriedad profunda se había apoderado de él. Vestía con elegancia y en sus manos sostenía un ramo de flores. Su corto cabello, peinado con pulcritud. En ese momento, juraría que se mofaba de nosotros, hasta que vi, a medida que se aproximaba, sus ojos. Reflejaban un dolor profundo y real. Se acercó a nosotros y sentí como la mano de Miguel se crispaba sobre mi hombro hasta hacerme daño. Heitter nos saludó con una inclinación de cabeza y, sin decir nada, dejó el ramo a los pies del ataúd. Se inclinó para mirar dentro y su rostro comenzó a cambiar. No sé que emociones sentía en ese momento, pero su rostro era el espejo verdadero de su alma y reflejaba el cariño que había sentido por JJ, y el dolor que le producía la caída de un adversario. La mano de Miguel comenzó a temblar y temí que hiciese una escena. Pero, de algún modo increíble, se controló. En ese momento, Heitter se dio la vuelta y nos encaró. Nos miró uno a uno y después le indicó a Andrés, quien se encontraba atrás, que se acercara.

— Debieron haber ido con él. — Dijo y me señaló con la cabeza.

Todos me miraron, tratando de descubrir el significado de esas palabras. Bajé la cabeza, pero después de unos segundos de silencio encaré a mis amigos y, en pocas frases, expliqué lo que había realizado, pero oculté el verdadero motivo de mi presurosa partida. Ellos escucharon en silencio mi apresurada explicación. No me reprocharon nada, pero tampoco me felicitaron por ello.

— Si hubiesen ido todos, tal vez para este momento todo habría acabado. — Continuó Heitter.

— ¿Y? — Preguntó Miguel con ironía.

— Yo sé que ustedes dos no me entienden. — Dijo Heitter e inmediatamente me aisló con esa frase del resto de la conversación. — Si creen que conocen el dolor, la pena y el odio por lo que ha ocurrido hasta el momento, están equivocados. Ya no creo mucho en lo que dije la última vez que nos encontramos. Más no pienso retroceder del camino tomado. — Buscó algo con la mirada y al no encontrarlo, nos miró con cierta culpa. — Busquemos donde sentarnos para hablar con tranquilidad. — Nos pidió con toda la humildad que se podía permitir.

En silencio, seguimos a Heitter. Salimos de la iglesia y entramos a una cafetería dispuesta al frente de la iglesia. Cada uno pidió una gaseosa y las tomamos en paz, tratando de organizar nuestras ideas y levantar nuestra maltratada moral.

— No estoy aquí como mensajero, ni como cónsul, ni embajador. Vine, porque quiero estar con ustedes por última vez antes de nuestro enfrentamiento final. Quiero recordarlos como mis amigos y no como enemigos que puedan matarme o yo pueda matar en el campo de batalla. Yo los quiero mucho y también quería a JJ. Lamento profundamente su muerte y las circunstancias en las que ocurrieron...

— Puede meterse su lamento en un lugar marrón donde nunca brilla el sol. — Interrumpió quedamente Miguel. — ¿También llevará flores a nuestras tumbas, hijo de puta? — Miguel no levantaba los ojos y sentía que temblaba como una hoja mientras hablaba. — ¡Maldito asesino! Si tuviera una pizca de respeto por nosotros, nos diría, por lo menos, a qué bando pertenecía. Si de verdad quisiera ser nuestro amigo, no nos embaucaría y JJ seguiría vivo.

Heitter escuchó esa réplica con suma atención. Sus ojos se concentraron en la mesa y sus dedos danzaban nerviosamente por su superficie.

— Ustedes no entienden absolutamente nada.

— Sí, lo entendemos. — Entró en la conversación Andrés, quien hasta el momento jugó un papel mudo. — Lo entendemos perfectamente. Y no vamos a permitir que usted o cualquier otro convierta el mundo en una porquería, que es su sueño.

— No. No voy a entrar en una conversación filosófica con ustedes. No llegaríamos a ningún resultado. Lo que es bueno para ustedes, es malo para mí, y viceversa. El concepto que ustedes tienen de "buen mundo", no es mi concepto. Por ello es que estamos en bandos diferentes. — Respiró profundamente y, con un ademán nervioso, se arregló el cabello. — En ese momento cometí un error. Era joven e impulsivo, — ante esa frase, mis amigos miraron estupefactos a Heitter, creyendo que había perdido la chaveta. Más yo sabía lo que quería decir y me concentré en guardar silencio para escuchar cada palabra que él dijese. — No valoré lo que es la verdadera amistad y los traicioné para lograr mis propios objetivos. No voy a pedirles disculpas por ello. No puedo. Pero quiero ser su amigo, porque lo último que uno tiene, aunque se es enemigo, son los verdaderos amigos.

Esta última frase quedó flotando sobre la mesa. Ni Miguel, ni Andrés entendieron lo que Heitter había querido decir. Pero yo sí. Ante mis ojos desfiló la imagen de Xillen. De no ser por ella, me volvería loco, o quizás, me escondería en mi interior, añorando viejos tiempos, viejas caras y amigos, tal y como lo hacía Hetter en este momento.

— Olvídalo, enano. — Dijo Miguel con desprecio. — Ninguno de nosotros es amigo suyo. Ha  perdido el derecho a nuestra amistad, en el momento en el que nos traicionó. Para nosotros, usted está muerto.

— ¿Cómo quieres que seamos amigos, Heitter? — Preguntó Andrés. — ¿Crees que si nos encontramos en el campo de batalla, esto te perdonará la vida? O quizás, ¿perdonarás la nuestra?

Mis ojos se clavaron en los de Heitter. Pero la negativa estaba escrita con claridad en ellos.

— Olvídalo, viejo. — Dije. — Sé lo que quieres decir, pero no vas a encontrar tu respuesta aquí. Como ya lo dijiste, nuestros conceptos son diferentes y por más que quieras regresar a lo que has perdido, no lo lograrás. Para ello, tendrá que cambiar tú concepción o la nuestra. De resto, seremos enemigos. Te respeto porque defiendes tus creencias, pero ese respeto no me impedirá eliminarte si te encuentro en la batalla.

— Lo sé. — Me miró y una amarga sonrisa cruzó su rostro. — No lo podía creer, cuando derrotaron al Cesar. Tienes gran potencial, viejo. — Me devolvió la palabra.

— No lo disfruté, si a eso te refieres. — Me armé de valor y solté a bocajarro todo lo que sentía por él, por lo que estaba sucediendo y por la suerte que corrimos. — Después de cada batalla buscaba entre los muertos, tratando de encontrar tu cuerpo destrozado, Heitter. Sé que de alguna manera, eres el principal causante de esto. También sé, que al derrotarte, todo se acabará. Por lo menos, lo que a nuestra generación respecta.

— No sé si soy responsable de algo. Lo único que pesa sobre mi conciencia, es meterlos en esto. Pensé que llevándolos al reclutador, todo sería de acuerdo a mis planes. Pero el desgraciado les dio derecho a escoger, pero a mí... — No terminó la frase y ocultó la cabeza entre las manos.

Andrés y Miguel nos miraban, sin comprender lo que estaba pasando. El primero, con un interés e incredulidad. El otro, con un respeto, odio e incomprensión que se perdían en lo profundo de sus ojos.

— A usted también le dio ese derecho, viejo. ¿Por qué cree que la primera vez que nos encontramos con ese ser, nuestra primera sesión de aleccionamiento, usted se encontraba presente? Recuerde las oportunidades que tuvo para cambiar de idea y de bando, y tomar el camino correcto. La segunda sesión, el bar... Pero usted ya había tomado su decisión y tenía los oídos cerrados para todo. Ahora que hemos crecido, Heitter, tiene otra vez su oportunidad de elegir. Por eso se encuentra aquí. Puede cambiar de bando y unirse a nosotros, para acabar de una vez por todas con estas batallas.

Hablé y esperé que ese pequeño discurso llegase a su cerebro. Rogaba que con el paso de los años, aprendiera a escuchar lo que se le decía y no ser un impulsivo, como lo era décadas atrás. Pero la expresión de su cara me decía que todo lo que había dicho fue en vano. Que Heitter seguía siendo Heitter, a pesar de madurar en plena soledad durante sólo Dios sabe cuanto tiempo.

— Siento que piense así. Tiene razón en algunas cosas, pero está equivocado en otras. — Se levantó y tiró un billete sobre la mesa. — No debí venir. Nos veremos en el más allá, amigos. — Y, saludando al estilo militar, salió.

Quedamos de una pieza. Aturdidos por esa partida inesperada y ese cambio de actitud radical. Andrés y Miguel me miraban, sobrecogidos. Entendieron que algo pasó durante mi estancia en el mundo de Xillen. Algo que se les escapaba. Nos miramos, entre un pesado silencio. Recogí el billete de Heitter y saqué mi propio dinero. Pagué las gaseosas y me dirigí a la iglesia sin decir nada a mis amigos. Estos me siguieron en silencio. Cuando llegamos al altar, deposité el dinero que Heitter tiró, en la caja de limosnas, y me arrodillé para rezar.

Recé por JJ, por Miguel, por Andrés, por mí mismo y, también por Heitter. Rezaba por que nuestra campaña llegase pronto a un fin. Rezaba para que nosotros regresáramos a nuestros hogares con vida, triunfantes. No me importaba matar a Heitter si la situación así lo requería, pero rezaba para que eso no pasara.  Rezaba por este mundo, por sus habitantes. Rezaba a Dios y demás dioses existentes y por existir. Pedía una paz, una paz emocional para nosotros. Una paz terrenal. Una paz que no requería de guerras para ser lograda. Una paz que se defina como algo natural, donde todos podamos vivir tranquilamente, sin tener necesidad de participar en batallas de cualquier tipo.

Recé durante todo el sermón del párroco de la iglesia. Recé cuando levantaron el ataúd y comenzaron a sacarlo, seguido por la multitud y el grito histérico, que desgarraba el alma, de la madre de JJ. Recé mientras lo metían en la carroza fúnebre, para llevarlo al cementerio, donde sería enterrado. Recé, mientras mis compañeros trataban de sacarme de donde quiera que estuviera para que los acompañara al cementerio. Recé cuando dejaron de hacerlo y cuando la iglesia quedó vacía. Tan sólo el mendigo de siempre, se quedó en su sitio a la entrada de la iglesia y, de vez en cuando, cuando veía pasar gente, hacía sonar las monedas que tenía en un vaso de plástico.

¿Cuál era el sentido de desconectarme de lo que ocurría en una plegaría sin fin? No lo sé. Ni siquiera sabía si obtendría respuesta alguna. Si mis rezos harían efecto en alguien y ese alguien decidiera que hacer la paz era más productivo que la guerra. Me levanté con un leve crujido de las articulaciones que quedaron adormecidas durante el tiempo que permanecí de rodillas. Y me quedé sorprendido. Me encontraba solo. No asistí al entierro de JJ. Por algún motivo, esto no me aterró. Simplemente me quedé a rezar, porque de esta manera no sería testigo de cómo enterraban a JJ. No escuché los desgarradores retumbes de la tierra al chocar con el ataúd. De los histéricos gritos de sus familiares.

Para mí, JJ seguiría por siempre vivo en mi corazón.

 


 

La noche comenzó a caer, implacable. La oscuridad que se avecinaba, me recordaba que ya era hora de regresar. Era hora de volver a ella, de regresar al mundo de Xillen y llevar a un fin ese enfrentamiento. Se asemejaba a la muerte, que llega despacio, sin que nadie se de cuenta, y cuando por fin la persona implicada la siente, es demasiado tarde: te rodea por completo. La iglesia se sumía parcialmente en esa oscuridad, destrozada en algunos rincones por la lúgubre luz de las veladoras. Esa luz creaba sombras que danzaban, al ritmo de la llama, en las paredes, obligándome a recordar mis propios sueños, mis propias pesadillas.

Mi propia misión.

Salí corriendo de ese lugar, maldiciéndome por mi propia debilidad, sin controlar el terrible miedo que se apoderó de mi mente y cuerpo en ese momento. Corrí a través del aparcamiento, buscando un poco de calor. Un poco de amor y de cariño, un poco de comprensión y, aunque suena patético, de lástima. Cuando el aire fresco penetró en mis pulmones, disipando poco a poco el pesado ambiente de la iglesia, me detuve. Traté de ver dónde me encontraba. Estaba más allá del aparcamiento. La noche me rodeaba en todo su apogeo. La luna, que antes me había bañado con sus fríos rayos, se ocultaba tras nubes negras que cruzaban el cielo a una velocidad asombrosa. Entonces, dos figuras se dibujaron entre la oscuridad. Dos figuras que caminaban hombro a hombro, con paso firme, y se dirigían directamente hacia mí. A medida que se acercaban, comencé a levantarme despacio. Los había reconocido...

Eran Andrés y Miguel.

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