IV

El apartamento de Andrés estaba desocupado. Aunque él trasladó los muebles a la casa de sus padres y se había establecido ahí por un tiempo indefinido, todavía no finiquitaba el contrato de alquiler. Estábamos sentados en el piso, formando el mismo círculo, ahora reducido a tres. Ninguno hablaba. Teníamos las miradas perdidas en el aire, cada cual sumido en sus propias cavilaciones acerca de los últimos sucesos. La luz del amanecer comenzó a entrar lentamente por la ventana, alumbrando - primero débilmente, luego con mayor fuerza - nuestros rostros. Andrés me miró con cierto rencor y lanzó la pregunta que esperaba desde nuestro encuentro con Heitter en la iglesia:

— ¿Por qué no nos dijo nada?

Me tomé el tiempo para contestar. Aunque ya tenía preparada la respuesta hace mucho tiempo, no conté con la aparición de Heitter y las reacciones de mis amigos.

— No podía permitir que Heitter tomara la delantera. — Al ver que no me entendían, traté de explicarme. — ¿Recuerdan lo que se nos dijo? El conocimiento es nuestra recompensa. Por lo tanto, el conocimiento es el poder. El poder supremo con el que sueña todo hombre, consciente o inconscientemente. Él adquirió treinta y ocho años de conocimiento. Eso es mucho tiempo. Tengan en cuenta que Heitter, en este momento, es un hombre con la mente de alguien que pasa por mucho los cincuenta años, atrapado en un cuerpo de veinte.

— Entonces, ¿cuál es tú edad? — Miguel lanzó esa pregunta como un desafío. Entendía cómo se sentía. Siempre sintió que él era el líder del grupo, y ahora resultaba que uno de sus subalternos le tomó la delantera en algo.

— La edad es lo de menos, Miguel. Lo importante es lo que tienes en la cabeza. — Respondí con una evasiva, evitando el enfrentamiento.

— Heitter lo sabía, ¿verdad? — Preguntó Andrés y se levantó.

— No lo sé. — Era la verdad, no lo sabía. — Supongo que sí, pero algo salió mal para él. Por eso fue a buscarnos ayer.

— Y, ¿qué clase de conocimiento adquiriste? — Preguntó con ironía Miguel, tratando de obligarme a estallar. Pero me acostumbré, en el mundo de Xillen, a todo tipo de insultos y amenazas antes de que una batalla estallase. No me dejé llevar por su nueva tentativa.

— Antiguo. — Respondí secamente y enseguida abordé el tema que me preocupaba. — Las batallas se llevan a cabo, tal y como lo dijo Xillen, a través de toda nuestra historia. La última batalla en la que participé, fue el enfrentamiento de Pompeyo y Cesar. Pero el ritmo histórico está avanzando muy rápido. Temo que no acabemos con todo esto antes de llegar a la época atómica. — Miguel levantó los ojos y me miró con sorpresa y terror. De súbito entendió lo que encerraba esa pequeña frase. — Si eso ocurre, conociendo a Heitter, acabaríamos muertos todos, sin ningún vencedor. — Terminé, quedamente.

— Eso significa que tenemos que  regresar lo más pronto posible. — Andrés se volvió a sentar y nos miró, como buscando la aprobación a su propuesta. Miguel no dijo nada.

— Sí. ¿Recuerdan el cálculo que realicé respecto a la diferencia de tiempo del mundo de Xillen con este? — Al obtener la afirmativa, continué. — Es cierto. Cada segundo que perdemos aquí, es precioso. Heitter ya estará en el mundo de Xillen, mientras nosotros divagamos acá.

— Nada podemos hacer para corregir eso, Enrique. — Dijo Andrés quedamente. — Cálmate, estás muy acelerado. Tienes que entender una cosa, lo que nosotros perdemos, no afecta en nada a Heitter, siempre y cuando ningún guardián se encuentre en ese plano. Tampoco nos afecta a nosotros. Recuerda que somos los últimos y Heitter no puede batallar con alguien que no se encuentra ahí.

— Al contrario, Andrés. — Respondí con pesar. — Recuerda que Xillen está ahí. Ella es un guardián y por lo tanto, Heitter puede enfrentarla sin ningún inconveniente. — Me estremecí ligeramente. Un aire frío recorrió la habitación. — Cuando los dejé en la U, y regresé, Xillen estaba a punto de enfrentarlo sola.

— ¿A Heitter? — La voz de Miguel por fin estaba mostrando algo de emoción.

— A Heitter y sus huestes.

— ¿Los derrotaron?

— Sí, pero a los ejércitos. No hubo bajas entre los guardianes.

— Se nota que les hice falta. — Miguel comenzó a recuperarse y regresó a su estado de superioridad y egocentrismo normal. Se estiró, se arregló el vestido y se levantó. — Creo que hemos discutido bastante este asunto. Tenemos que regresar para acabar de una vez por todas con este problema. Heitter tendrá todo el conocimiento que quiera, pero sigue siendo una cucaracha que no tiene palabra, no sabe qué es la amistad y no tiene una pizca de respeto y decoro por nadie. Tenemos que eliminarlo rápido.

Noté que Miguel por fin entendió la necesidad de actuar en grupo. Dijo que tenemos, en lugar de su habitual tengo.

— ¿Cada quién para su casa, entonces? — Preguntó Andrés, y por la expresión de sus ojos, adiviné que era lo último que quería.

— Pues sí, — respondió Miguel.

— No hay necesidad. — Intervine, tratando de evitar dañar el ego de Miguel y a la vez ayudar a Andrés. — Hagámoslo aquí mismo. Todos juntos.

— La idea no es mala, Enrique. — Comenzó a contrariarme Miguel. — Pero tienes que tener en cuenta la reacción de nuestros padres. Al fin y al cabo, ninguno fue a su casa esta noche.

— Pero todos avisamos donde nos encontrábamos. — Estaba decidido a enfrentarme a Miguel. No permitiría que por su estúpida necesidad de sentirse superior, arruinara la posibilidad de llegar, por primera vez como un grupo, al mundo de Xillen.

— Avisemos a nuestros padres que vamos al cementerio y luego a una misa, o algo por el estilo. — Intervino Andrés con timidez, pero con firmeza.

Miguel rumió un poco la idea, manteniendo una lucha interna. Pero al fin, viendo que éramos dos contra uno, nos apoyó.

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