I
El regreso al castillo era una agonía. Aunque mi misión fue coronada por el éxito y ahora cabalgaba a la vanguardia de un gran ejército, el temor por mis amigos era cada vez más intenso. A pesar de los reportes de los exploradores, de que el castillo todavía resistía, sentía que algo no marchaba bien. Que algo fue irremediablemente dañado o perdido. Y me empecinaba por forzar la marcha aún sabiendo las consecuencias que ello traería para las tropas.
Al cabo de una semana de marchas forzadas, por fin divisé el maltrecho castillo que todavía hondeaba nuestras banderas sobre sus torres. No puedo decir que sentí alivio. Todavía necesitaba ver si mis amigos estaban bien. Así que, desoyendo todos los consejos y órdenes, espoleé mi caballo y a galope suicida atravesé el campo de batalla, sembrado de cadáveres y de sangre. Detecté movimiento en las torres: eran los vigías de turno que se dieron cuenta de mi presencia. La puerta comenzó a bajar con lentitud. Observé que presentaba grandes huecos en algunas de sus partes; ello quería decir que Heitter logró acercar arietes a las paredes. Cuando la puerta bajó del todo, una gran piedra cayó de mi alma. Miguel y Xillen estaban parados hombro a hombro en la entrada y agitaban las manos en señal de saludo.
Por las caras de mis amigos intuí que algo no andaba bien, antes de sentarme. Nos reunimos en la habitación de siempre y la chimenea estaba encendida y acariciaba con su calor nuestros cuerpos de la misma forma como lo hizo la noche en que echamos suertes.
Faltaba Andrés.
— No es la bienvenida que te mereces, Enrique... Mierda. Lo siento. — Comenzó Miguel quedamente.
— ¿Andrés? — Pregunté sin voz, tan sólo un susurro salió de mis labios y sentí que todo se caía en mi interior.
Xillen y Miguel asintieron en medio de un lúgubre silencio. Las llamas de la chimenea, como si entendieran que algo grave ocurría, disminuyeron su intensidad. Las tinieblas se cernieron sobre nosotros, llenando todo con su intranquila serenidad.
— ¿Murió?
— No lo sabemos, amigo mío. — Contestó Xillen. — No es claro lo que ocurrió. Sucedió ayer. Andrés hacía guardia en la muralla, cuando detectaron un pequeño grupo de avanzada enemiga. Con seguridad que querían preparar el terreno antes de atacar, eran minadores. Miguel y yo, estábamos en nuestros aposentos, descansando. Así que Andrés a un escudero envió, para avisarnos que les emboscaría. Cuando a las murallas llegamos, él ya se había ido. Alcanzamos a escuchar choque de armas y gritos ahogados en la lejanía, por ello suponemos que Andrés trabó combate. Más al esperarlo, ni él, ni otro de los hombres que componían su grupo, regresaron. — Xillen guardó silencio y me miró con la cara acongojada, como si se sintiera culpable por lo ocurrido.
— ¿Alguien salió a buscarlos?
— Sí. — Intervino Miguel. — Salí con un grupo de caballeros. Encontramos las huellas de un encuentro, cadáveres de nuestros hombres y de los otros también. Pero ni rastro de Andrés.
— Una emboscada, creo yo. — Dije y mis amigos asintieron. — Debemos suponer que está prisionero. ¿Los atacaron hoy? — Al recibir la negativa, continué, — entonces llegarán parlamentarios hoy o mañana. Tal vez de ellos sacaremos algo en claro.
Mis amigos me miraron con estupefacción. Dejaba de lado el tema de Andrés con una facilidad demasiado extraña para ellos. Aunque no era así. Me dolía pensar que en este momento estuviera preso en algún lado o peor aún: siendo ejecutado sin que nosotros pudiéramos socorrerle; sin embargo, tenía que pensar en la defensa del castillo y hasta en un ataque frontal, ya que contábamos con refuerzos.
— ¿Cómo está la situación? — Pregunté, tratando de cambiar de tema.
— Mal. — Fue la lacónica respuesta de Miguel. — Si no llegas en tres días, no nos encuentras vivos, te lo aseguro. — Los hombres están cansados, no hay alimentos. Los caballos están en los huesos. En pocas palabras, en tres días estaríamos muertos.
Sentí en ese momento una extraña situación en el ambiente. La conversación perdía constantemente el hilo. Se sentía forzada. Parecía como si mi llegada interrumpiera algo planeado y organizado. No entendía lo que pasaba. Tal vez con estos días de asedio, sometidos a tensiones máximas, mis amigos cambiaron. Tal vez, ya acostumbrados a la idea de morir, la llegada de la salvación los trastocara de tal manera que no supieran que hacer. Era como si, acostumbrados a la idea de una muerte cercana, que pondría fin a sus esfuerzos y penurias, la llegada del auxilio los condenara a otro período de sufrimientos, en lugar de permitirles alcanzar el anhelado descanso..
Personalmente, pensando en la situación sin pasar por las penurias y limitaciones que mis amigos sufrieron, saltaría, literalmente, en un pie de la alegría. Ellos, en cambio, no mostraban emoción alguna por los refuerzos.
Apatía total.
Indiferencia hacia la vida o la muerte.
Y sólo la leve esperanza soportada en la amistad. Pero con la desaparición de Andrés, esa esperanza también se veía socavada.
Sin embargo, la mayor impresión no era la apatía, sino los ojos y las expresiones de mis amigos. Cansancio absoluto, imposible de traducir en palabras. Los ojos hundidos, emanando un extraño fulgor que infundía miedo y respeto, rostros enflaquecidos y un débil temblor — casi imperceptible — recorría sus miembros.
— Es mejor que descansen. — Dije. — Creo que por hoy no habrá ataques y con seguridad Heitter ya está enterado de los refuerzos. Esto acentúa la teoría de un parlamento mañana. Por ahora, distribuiré a los soldados y las provisiones que trajimos.
— Recuerda a los soldados no sobrealimentar, amigo mío. — Dijo Xillen mientras se levantaba, visiblemente aliviada ante la idea de un descanso, — los días que padecieron hambre cuentan y una sobrealimentación sería tan mortal como una espada para ellos.
Asentí en silencio. Miguel no dijo nada, se dirigió a la puerta con paso vacilante, pero porte orgulloso. Xillen lo siguió con toda su dignidad rodeándola como un aura imperturbable.