I

No había una sola alma entre todo ese verdor. Tan sólo pájaros y mariposas. Millares de estos. Senderos arreglados y pasto recién cortado adornaban el cementerio. El día era radiante, sin una sola nube en el cielo. Y el silencio reinaba sobre el lugar.

Un hombre, entrado en años, caminaba lentamente, apoyándose sobre su bastón. Un joven lo seguía, acomodándose a su paso, cargando seis ramos de flores.

Avanzaron hasta el final del sendero, justo donde seis lápidas estaban alineadas, como si fuesen soldados en revista, al lado del sendero. El viejo se detuvo frente a ellas y el joven, respetuosamente, hizo otro tanto, unos pasos atrás.

Hubo un tiempo de silencio muy largo. Parecía como si el tiempo y el espacio se paralizaron, mientras el viejo se enfrentaba a las tumbas, sin mirarlas. El joven seguía esperando con paciencia a que el viejo terminara lo que parecía un antiguo ritual.

— ¿Abuelo? — Preguntó el muchacho, ya impaciente por la espera.

— Sí, — respondió el viejo, como saliendo de un sueño y acercándose aun más a las tumbas, se arrodilló.

El joven, despacio,  como si no quisiera despertar a los muertos, depositó un ramo sobre cada una de las lápidas. Luego se acercó a una en especial y se arrodilló al frente.

— Padre Nuestro, que Estás en el Cielo.... — comenzó a entonar el joven la conocida oración.

El viejo le miró de reojo, casi con lástima.

— Si en verdad supieras a quién estás rezando... — se dijo a sí mismo. — Perdona Jorge, pero no puedo decir a tu nieto la verdad. No quiero arriesgarme a que cometa nuestros errores y comience un nuevo encuentro, una nueva batalla... Es mejor que permanezca en la oscuridad, creyendo que Dios lo escucha y no que está ocupado, peleando consigo mismo... Ya cometí el error con tu hijo y no quiero otra muerte sobre mi corazón. Estoy viejo y cansado y lo único que quiero es que la muerte  me visite lo más rápido posible. — El viejo calló un momento, mientras el joven terminaba la oración.

— Muchachos, no saben cuanto les extraño…

El joven se alejó unos pasos, permitiendo al viejo unos momentos de tranquilidad y soledad, que tan desesperadamente necesitaba. Caminó atravesando el cementerio, sin ninguna dirección en particular, hasta topar de frente con una mujer bellísima, quien lo miraba exhibiendo una sonrisa. El muchacho quedó hipnotizado por esa sonrisa, y se acercó a ella.

— Hola... — Logró balbucear, tras luchar un poco con su timidez.

— Hola, — respondió ella y le tomó del brazo. — ¿Dónde está tu abuelo?

El joven le indicó el lugar, sin rechistar.

El viejo se encontraba aun de rodillas, frente a las tumbas, perdido en sus pensamientos, cuando ellos llegaron. Al parecer, el viejo se dio cuenta de su presencia ya que todo su ser se contrajo, al sentir la ya conocida presencia de la mujer.

— Hola, amigo mío. — Saludó ella sin esperar a que él se diera la vuelta.

— Hola, Xillen. — Respondió Miguel, automáticamente.

— ¿Cómo has estado?

Miguel no respondió. Lentamente se puso de pie y encaró a Xillen.

— ¿Por qué estás aquí?

— Ha vuelto a comenzar, amigo mío. Tan sólo quería saber si de nuevo estarías dispuesto a ir a un campo de batalla.

— ¿Conoces a esa señora? — Preguntó, ingenuo, Alberto.

— Sí, hijo. ¿Por qué no vas y alimentas a las palomas que están en la plaza?

El muchacho aceptó alegre la proposición y se alejó dando saltitos por el sendero.

— Si voy, esta vez no regresaré...

— Ello no es seguro, amigo mío.

— Sí lo es, Xillen. Y creo que será la mejor forma de irme... ¿Sabes? Nunca me interesaron los motivos profundos y sentimentales de Enrique. Después de tanto tiempo, me doy cuenta que es la única forma de vida que sé vivir. Es para lo que nací.

— Algún día veré el fin de esta conflagración y por fin el infinito será uno y el mundo vivirá en una gran paz.

— Nunca te entendí, Xillen, y nunca fue mi intención el hacerlo. Tan sólo me limito a cumplir órdenes y seguir impulsos, así que no perdamos más tiempo en conversaciones inútiles. La decisión está tomada, y ya.

— Entonces  te veré en el campo de batalla, amigo mío. — Dijo Xillen a modo de despedida. Le lanzó una mirada especial: — Él también estará ahí. Podrás decirle lo que no quisiste hace cuarenta años… — Y se esfumó ante los ojos de Miguel.

Miguel miró un rato las tumbas, aspiró con placer el limpio aire de la mañana y muy quedo, casi sin que le escuchase ni el mismo silencio, dijo:

— Muy pronto estaré con ustedes, amigos míos. Muy pronto.

Y lentamente comenzó a caminar en dirección del parque, en busca de Alberto.

 

 

FIN

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